Las cifras corresponden a 23 países, pues 14 naciones adicionales que se revisaron no están informando del efecto de la covid-19 en sus prisiones.
La desesperación de los reos demandando atención médica, medidas sanitarias básicas y alimentos bajo la pandemia es una constante en una región que por años ha condenado a su población carcelaria al hacinamiento -que sobrepasa el 120 por ciento- y el abandono. La ansiedad entre los reclusos aumenta ante la incertidumbre y las imágenes de sus compañeros de celda muertos.
“El Gobierno optó por encerrarnos a cada uno en nuestras celdas, hay muchos casos y no se nos dice nada. El virus ya entró al centro penitenciario La Joya”, denuncia Francisco, quien enfrenta la pandemia en esa prisión panameña, donde está recluido por robo agravado. “No nos dan mascarillas, no nos dan ningún artículo de aseo… No nos dejan entrar gel alcoholada. Nos oprimen, nos oprimen…”, describe.
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Para María Luisa Romero, experta independiente del Subcomité para la Prevención de la Tortura de las Naciones Unidas, las características propias del encarcelamiento, agudizadas por el hacinamiento, dificultan la toma de medidas recomendadas para “aplanar la curva”.
“En centros sobrepoblados resulta imposible la distancia física. Hasta lavarse las manos es un lujo: en muchos centros escasea el agua, en muchos más escasea el jabón y se prohíbe el alcohol en gel por seguridad. Tampoco funciona el aislamiento como se implementa para la población general; por un lado no hay suficiente espacio, por el otro, aunque los detenidos no reciban visitas, en las cárceles a diario entran y salen un sinnúmero de funcionarios”, añaliza la experta en un artículo publicado en Open Democracy.
La situación es todavía más grave en casos como los de Pablo, un preso de nacionalidad peruana, que tiene 40 años de edad, de los cuales los últimos 15 años los ha pasado en prisión. Está en la cárcel San Pedro en Bolivia y sobrevive con ocho bolivianos al día (cerca de un dólar) en alimentos de muy baja calidad. Como en otras cárceles de la región, muchos internos se alimentaban principalmente de los insumos que llevaban familiares; pero ahora están prohibidas las visitas. “Me da más miedo morir de hambre que infectado por el coronavirus”, asegura Pablo.
Esta realidad, junto con los abusos de la fuerza pública y el miedo al contagio, ha causado una estallido de motines, fugas y protestas; acciones de inconformidad en las prisiones de casi toda la región. El registro de prensa levantado por CONNECTAS arrojó más de un incidente por semana en las prisiones latinoamericanas desde la llegada de la covid-19, con un balance de 91 reclusos muertos y 309 heridos en hechos de violencia.
Esta crisis en las cárceles podría ser lo que detone la urgencia por implementar las aplazadas reformas a la justicia penal y a los sistemas penitenciarios de los países de la región, caracterizados por un retardo crónico en los procesos judiciales.
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“La pandemia nos está revelando que los Estados tienen que hacer una profunda reflexión sobre sus políticas de justicia penal en las cuales recurren de manera primordial a la prisión como una medida de prevención y sanción (…) y esto los debe obligar, una vez pasada la crisis, a entrar en procesos profundos de reforma penal”, explica Joel Hernández, presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
La corta experiencia de cuatro meses de pandemia y las medidas adopatadas hasta la fecha apuntan a la necesidad de crear sistemas judiciales más eficientes y agíles en la región. Nunca habían sido más urgentes que en esta difícil coyuntura. Como concluye José Miguel Vivanco en entrevista para esta nota: “los gobiernos y los jueces deben actuar con urgencia. Es una cuestión de vida o muerte”.
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