
La próxima vez que un boliviano se acerca a la parrilla, enfrenta algo más complejo que elegir el término de cocción. Se trata de un auténtico trilema cárnico: tres opciones de carne, cada una con sus virtudes y sus pecados, chisporrotean sobre las brasas esperando su veredicto. Como en toda buena tragedia culinaria criolla, cada decisión implica un sacrificio: sea del bolsillo, del orgullo nacional o de la fuerza mandibular.
La primera tentación viene de casa: la carne bovina de los llanos orientales, orgullo de Santa Cruz, Beni y del Chaco. Aquí hablamos de cortes de excelente calidad, tiernos y sabrosos, criados entre pastizales y achachairúes pero que, ahora, han subido de precio.
En un acto de fe económica digno de los grandes milagros revolucionarios, ciertas autoridades han decidido que nuestras vacas son bolivianas de pura sepa. En base a discursos han decido que los vacunos son100% made in Bolivia. Así que, estas nobles criaturas, no tienen derecho a subir el precio de sus carnes. Según los burocrtas de los datos, los rumiantes se alimentan de pasto nacional, son transportadas en carretón, sus vitaminas y vacunas son locales, elaboradas por achachilas ancestrales, así que estas vaquitas son más bolivianas que el chuño. Así que no mamen los terratenientes vende patrias y no quieran hacer subir el precios de la carne, sentencian los dueños del poder.
Ahora la realidad de los hechos microeconómicos es otra y caprichosa. Estos cuadrúpedos, en su ADN y costillas, llevan una multiculturalidad que haría temblar a la ONU: descendientes de sementales brasileños, adictos a tónicos colombianos, se transportan usando diésel y, en más de un caso, con algún suplemento chino que les hace decir muuu en mandarín por las noches. Si hablaran, lo harían con un acento multilingue.
Pero no importa, porque en la Bolivia revolucionaria, donde la lengua es más rápida que el cerebro, basta con un timbre de nacionalización, un buen discurso y una bandera whipala sobre el lomo para convertir cualquier bife en un acto heroico de soberanía.
Sin embargo, este bife patriota viene con un precio muy caro. Los productores alegan que los insumos importados, desde vitaminas hasta maquinaria, han inflado los costos de engorde, haciendo que el precio del kilo de lomo local se eleve como espuma . Aunque las estadísticas oficiales insistan en que estos insumos representan apenas un puñado de los costos, la realidad en el mercado duele: ese jugoso filete “Made in Bolivia” puede dejar temblando a la billetera. La explicación está en la apasionante novela de la devaluación del boliviano o, dicho en términos más deportivos, el dólar alpinista que ya entrena para conquistar el Everest y ya subió al pico 15.
En este contexto de inflación de costos , al gobierno se le ha encendido otra de sus luminarias creativas. Esta vez, la brillante idea consiste en amenazar, o como dirían los más finos en diplomacia, aplicar un delicado chantaje emocional: importar carne gaucha de la Argentina Mileista y, por si fuera poco, ofrecerla subsidiada.
La consigna del poder parece ser: Salvemos la parrilladita nacional a punta de asado importado. Y quién sabe, quizá en la próxima Cumbre de Sabores Populares nos sorprendan con un combo: carne argentina, pagada con dólares que no tenemos, y patriotismo cárnico a precio de liquidación. ¿Quiere su asadito a término medio o con un toque de crisis fiscal?
La carne argentina llegaría con fama mundial bajo el brazo, susurrando promesas de suavidad insuperable. En círculos gourmet se habla con reverencia del bife de chorizo porteño y del ojo de bife pampeano, como si contaran con denominación de origen celestial. No es extraño que en algún menú elegante aparezca disfrazada de anécdota: “Churrasco a lo Diplomático: suave, carísimo y convencido de que no hay otro igual”.
Optar por la carne importada es, en efecto, un acto de quemar dólares que no hay, presionar a los productores locales y de diplomacia pragmática culinaria. Viva la libertad carajo, muuu. Claro que ese gesto viene acompañado de una factura que podría hacer sudar incluso al más templado: cada bocado de lomo argentino parece venir tasado en dólares. Entre aranceles, transporte en frío y el aura de exclusividad, el churrasco diplomático puede costar tanto como un traje a medida y profundizará la crisis fiscal.
La tercera vía en este triángulo cárnico es la más modesta y dura (literalmente) de las opciones. Hablamos de consumir carne vacuna criada en el altiplano boliviano, y los valles altos donde el oxígeno escasea y el ganado desarrolla más músculos que Arnold Schwarzenegger. Es la opción accesible, la que aparece en mercados locales a precios amistosos cuando las arcas flaquean. Pero también es la que exige dientes fuertes y paciencia de monje andino para ser disfrutada plenamente. Todo el mundo conoce la especialidad culinaria de Patacamaya: “Bife a lo James Bond: frío, duro y con nervios de acero”. Y es que este filete altiplánico, como el agente 007, sobrevive impertérrito a condiciones extremas: heladas nocturnas, pastos fibrosos y cocineros impacientes. Este sí es made in Bolivia atestiguan los phallpas locales y los sin dientes del mundo.
Eso sí, degustar un bife altiplánico es casi un rito de iniciación protético extremo. Primero, hay que armarse de valor (y, preferiblemente, de un buen ablandador de carne o una marinada con papaya y chelas) para enfrentarlo. Luego, tras un asado que podría prolongarse más que una misa larga, viene la prueba de fuego: hincarle el diente.
El sabor, eso sí, recompensa al persistente: tiene un gustito magro, auténtico, forjado por las alturas y la tradición humilde. Es la carne de la cotidianeidad a 4.000 metros de altura, la que termina en un guiso largo o en un buen charquekán orureño, ablandada a fuerza de hervor y voluntad. Aquí el factor económico y geográfico pesan: es lo que hay y es asequible, aunque el comensal deba ejercitar la mandíbula como si masticara suela de zapato. Al menos, consuela pensar, este bife forjará carácter, quizás hasta músculo facial y podrá, en alborozo profesional, a los dentistas
Así, entre el bife oriental que seduce pero esquilma el bolsillo, el churrasco importado que enamora al paladar mientras vacía la cuenta en dólares, y el bife altiplánico que economiza pesos a costa de trabajar la quijada, se dibuja el trilema cárnico boliviano. No hay respuesta fácil en esta encrucijada gastronómica. Cada opción es un reflejo irónico de nuestras realidades económicas que el gobierno desconoce olímpicamente. Este, está más perdido que vaca flaca en corrida de toros. Frente al descontrol de los precios, busca imponer el vegetarismo revolucionario por decreto.
El autor es economista