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Opinión

El populismo administrativo de un gobierno de salida

25 de Mayo, 2025
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La buena noticia, o al menos el consuel, es que, aunque el presidente Arce ya no será candidato, no ha optado por el abandono total del timón del Estado. Sigue ahí, firme, intentando demostrar que aún gobierna… o al menos que lo intenta. Y eso, en tiempos de vacíos institucionales y crisis, ya es algo. 

El nuevo paquete de medidas económicas y sociales del gobierno repite, una vez más, la vieja liturgia del populismo administrativo. En vez de enfrentar las causas estructurales de la inflación —el déficit público crónico, el modelo de subsidios distorsionantes y la pérdida de credibilidad monetaria—, se opta por una batería de medidas cosméticas, de corto plazo y marcadamente coercitivas. El contrabando, por ejemplo, se intenta frenar endureciendo controles y militarizando fronteras, como si los incentivos que lo generan fueran espontáneos y no el resultado directo de distorsiones en precios relativos, subsidios cruzados y un tipo de cambio artificialmente bajo. Se ignora que mientras haya un diferencial de precios tan grande entre Bolivia y sus vecinos, el contrabando será una respuesta racional de mercado a una política económica irracional.

En este contexto, transferir la responsabilidad del control de precios a los municipios es una forma de delegar el fracaso sin asumir ninguna autocrítica institucional. La idea de “precio justo” impuesta desde el escritorio desconoce por completo la teoría del valor en economía: los precios reflejan escasez, productividad y riesgo, no decretos. Además, no hay un solo componente del paquete que apunte a mejorar la productividad ni a facilitar el entorno de inversión. Se habla de producir maíz y arroz durante seis años, pero sin garantizar agua, tecnología, ni acceso a insumos importados (que, dicho sea de paso, escasean por falta de divisas). Se otorgan créditos blandos a productores avícolas en un entorno donde la inflación en insumos y la escasez de alimentos balanceados hacen inviable la actividad. Es decir, se inyecta financiamiento en un sector que tiene todas las condiciones estructurales en contra, lo que se traduce en más deuda improductiva y más frustración sectorial.

La política comercial improvisada llega al surrealismo cuando se eliminan aranceles para pollitos bebé e insumos para aceite, mientras se sigue bloqueando el uso de biotecnología y la inversión agrícola a gran escala. Es una economía Frankenstein: proteccionismo para unos, liberalización para otros, y ningún criterio técnico como brújula. Pero lo más preocupante aparece en la obsesión regulatoria con los combustibles. Se anuncia el control absoluto de la distribución de gasolina, sin ninguna reforma al subsidio, lo que solo puede terminar en escasez, mercado negro y corrupción. Lo mismo ocurre con las cisternas y surtidores, ahora patrullados por militares como si fueran zonas de guerra, en lugar de reformar el sistema de precios de los combustibles, hacerlo más progresivo y focalizado.

YPFB, por su parte, dejará de usar activos virtuales para contener la presión cambiaria, lo que solo confirma que las estrategias cambiarias eran una mezcla de improvisación digital y negación del problema estructural: no hay dólares porque no hay exportaciones crecientes, ni inversión extranjera directa sostenida, ni confianza interna. El decreto 5402, que establece el comiso y distribución de mercancías con más militares en la frontera, recuerda más a la lógica del botín de guerra que a una política aduanera coherente. Ni hablar del uso del poder judicial como herramienta de política económica: se exige que persiga a los “especuladores” como si estos fueran responsables de la inflación, ignorando que esta tiene causas fiscales, monetarias y estructurales. Criminalizar la especulación es atacar el síntoma y no la enfermedad, y refuerza la idea de que el Estado ha renunciado a comprender la economía.

Las transferencias millonarias para la producción de granos y aves suenan bien en el discurso, pero sin una reforma productiva, sin mejora en la competitividad y sin acceso libre a divisas, terminan siendo subsidios dispersos con retorno incierto. Lo mismo puede decirse de las famosas ferias del “campo a la olla”, una especie de placebo colectivo que intenta sustituir al mercado con camiones solidarios, mientras se siguen deteriorando las condiciones para la producción, el abastecimiento y la inversión. La regulación de vehículos con GNV, la venta en bidones a precio internacional, y las restricciones burocráticas para el uso de combustibles son medidas propias de un sistema que ya entró en lógica de racionamiento, pero que no se anima a sincerarlo.

Finalmente, las medidas financieras son tan tímidas como contradictorias: permitir ahorro en UFV es un reconocimiento tácito de la pérdida de valor del boliviano, mientras que abrir el ingreso de dólares en efectivo no resuelve el problema estructural de iliquidez externa, y puede hasta incentivar flujos grises en ausencia de controles efectivos. En suma, este paquete no tiene horizonte. No hay reforma tributaria, no hay plan de reducción del gasto público, no hay reestructuración del modelo de subsidios. Se gobierna con decretos, controles y operativos. Se olvida que el Estado no puede legislar la confianza ni regular la escasez. Mientras el déficit siga su curso ascendente, mientras se gaste más de lo que se recauda, y mientras se pretenda gobernar la inflación con uniforme y feria, el resultado será siempre el mismo: medidas que solo ganan tiempo… y erosionan credibilidad.

Lo que queda, entonces, es un gobierno que no es candidato, pero que sigue haciendo campaña. Que no se rinde, pero que tampoco reforma. Que declara la guerra al termómetro en vez de atender la fiebre. Y que administra la crisis con una mezcla de nostalgia ochentera, control administrativo y fe ciega en que el gallinero estatal podrá dar de comer a una economía famélica.

El autor es economista