
El periodista que escribía bien
La muerte de Rubén Vargas, quien fuera nuestro más importante periodista
cultural, constituye una merma, y no menor, a la calidad de la prensa paceña.
En condiciones tan adversas como las que debe enfrentar –en todo el mundo, pero
en especial en nuestro país– el “periodismo en profundidad”, es decir, el que
se ocupa de temas serios y perdurables, Vargas encontró la forma de publicar
cada tanto una pieza de este género, presentada en algo de la mejor prosa
impresa en papel sábana que teníamos aquí.
Lo que más me gustaba del trabajo de Vargas –que por cierto no era mi amigo,
apenas mi colega, y que por tanto no pondero desde la parcialidad del afecto–
era su cuidado de la forma, su artesanía verbal, siempre pulcra, precisa, como
se supone que debe ser en nuestra profesión, pero además elegante, lo que creo
que expresaba un compromiso doble: primero con la cosa que contaba, que es el
compromiso que tenemos todos los periodistas, y luego con las palabras, que
seguramente provenía, este segundo compromiso, de una fuente también doble: su
cultura personal y su condición de poeta. Es cierto que no todos podemos ser
poetas. Pero todos podemos o debemos ser cultos, al menos si se nos da por
escribir o se nos paga por ello. Y sin embargo… El título de este artículo lo
dice todo. Vargas era “el periodista que escribía bien”: ave raris.
No todos podemos ser poetas, por desgracia. Rubén tuvo la suerte de serlo. No
un poeta menor, además, sino uno que varias veces consiguió lo que los poetas
buscan siempre y rara vez encuentran: la frecuentación íntima, amorosa, de la
belleza. Lo dije poco después de la publicación de su poemario “La torre
abolida”; esta no es una opinión al pie del féretro. Escribió Vargas algunos
poemas tan precisos y pulcros como todos sus textos, tan cerebrales como sus
ensayos literarios, pero curiosamente –y ahí estaba el secreto de su logro–
también sentidos, evocadores y melancólicos. O por lo menos esta es la nota de
ellos que ahora más recuerdo, ahora que también estoy melancólico como nos
ponemos todos al comprobar la inutilidad final de todo esfuerzo. Y no otra cosa
nos obligan a reconocer la muerte, la pérdida y el desapego.
Muere una persona, muere un amor, muere un proyecto, ¿qué queda? Una imagen
entrevista, el eco de unas palabras apenas recordadas, un mínimo poema en una
antología… ¡Pobres de nosotros! Y sin embargo insistimos en vivir, en amar, en
proyectar, porque en ello encontramos un sentido, el único posible. Algunos son
presidentes y embajadores, otros ricos y famosos; no faltará el que haya
encontrado su sentido en la modesta pero esmerada confección de un suplemento
literario. El que quizá fuera feliz al sorprenderse ante una línea tallada en
el mármol (símbolo del arte al que dedicó su vida) y comprender que, mientras
todo lo demás queda abolido, sobrevive esta línea, esta traza, este mínimo
artificio, “tal como relampaguea, en un instante de peligro”.
Fernando Molina es periodista y escritor