
Bolivia se encuentra ante una bifurcación crucial: consolidar al Salar de Uyuni como uno de los destinos turísticos más fascinantes del planeta, o convertirlo en un símbolo más de su historia extractivista. Ambas rutas se disputan el mismo territorio: una planicie blanca donde el cielo se refleja sobre la tierra como en ningún otro lugar. ¿Cuál queremos priorizar?
Hablar del salar no es solo hablar de litio y turismo. Es también evocar un imaginario ancestral. Según la tradición recogida por Antonio Paredes Candia, el Salar de Uyuni nació de una traición: el volcán Tunupa –en la leyenda representada como una mujer, abandonada por su pareja, vertió sus lágrimas mezcladas con leche materna sobre la planicie. Así se formó este mar de sal que aún hoy deslumbra a quien lo visita. Y son miles quienes lo hacen.
A pesar de los conflictos sociales que han afectado la movilidad en el país, en 2024 Bolivia recibió 991.000 turistas internacionales, que generaron 739,9 millones de dólares, según datos del Ministerio de Desarrollo Productivo y Economía Plural. Durante esta gestión, según información de la Gobernación de Potosí, solo en enero y febrero 23.202 turistas visitaron el salar, frente a los 8.600 registrados en el primer trimestre de 2024. Eso representa un crecimiento cercano al 300%. Si bien no existen datos precisos sobre cuánto de ese dinero llega realmente a las comunidades de Uyuni, sí se sabe que el turismo dinamiza redes locales: alojamiento, transporte, comida, artesanía. Un visitante no solo saca fotos; genera ingresos, empleos y movimiento económico.
Además de ser uno de los principales destinos turísticos de Bolivia, el Salar de Uyuni alberga aproximadamente 23 millones de toneladas de litio. La explotación de este recurso estratégico se ha convertido en uno de los pilares del discurso de desarrollo nacional.
El método tradicional de extracción consiste en bombear la salmuera subterránea, canalizarla hacia piscinas de evaporación solar durante varios meses y, posteriormente, someterla a tratamientos químicos para obtener carbonato o hidróxido de litio, ambos utilizados principalmente en la fabricación de baterías. Aunque este método se percibe como menos invasivo que la minería tradicional, sus impactos son significativos: alto consumo de agua, alteración del equilibrio hídrico y afectación del ecosistema del salar.
Un informe reciente de OXFAM Bolivia (2024) estima que, en un escenario de producción de 50.000 toneladas anuales, el ingreso fiscal podría situarse entre 423 y 759 millones de dólares. Una cifra significativa, sí, pero con impacto limitado en términos de empleo y redistribución. Potosí, por ejemplo, recibiría apenas entre 15 y 26 millones de dólares al año.
¿Vale la pena? ¿Ese ingreso —equivalente a solo el 1% del PIB— justifica la transformación irreversible de un ecosistema único? En 2023, apenas 8.600 personas visitaron la planta piloto de Llipi. Está claro que la industrialización del litio no se ha integrado —ni simbólica ni económicamente— al circuito turístico. Pero, ¿y si se lo hiciera?
El salar ofrece más que postales. Hoy se practica allí turismo fotográfico, de aventura, comunitario y astronómico. Podría añadirse una nueva modalidad: el turismo industrial, en particular el turismo de fábricas. ¿Por qué no pensar en recorridos guiados por las plantas de procesamiento, donde los visitantes puedan observar maquinarias, procesos automatizados y entender la cadena del litio desde una perspectiva pedagógica y transparente?
Por supuesto, el turismo también conlleva impactos. Toda actividad humana los tiene. Pero, a diferencia de la minería, el turismo bien gestionado puede renovarse, adaptarse y redistribuir beneficios. Según el modelo del ciclo de vida de los destinos turísticos propuesto por Butler, el salar se encuentra en una fase de desarrollo que —si se planifica adecuadamente— podría evolucionar hacia la consolidación, caracterizada por un crecimiento sostenible con el turismo como eje de la economía local.
El pasado 27 de mayo, la Justicia boliviana ordenó una pausa en los convenios firmados con las empresas Uranium One Group y Hong Kong CBC, tras una acción legal presentada por habitantes de Nor Lípez. Alegan que no se ha evaluado el impacto ambiental y que se está vulnerando su derecho al agua. Es una señal clara de que el modelo extractivo necesita revisión.
No se trata de oponerse al desarrollo. Se trata de imaginar otro tipo de desarrollo. Uno donde el extractivismo no arrase con el salar, sino que financie su preservación. Uno donde el cielo siga reflejándose sobre el mar de sal. Uno donde los turistas no tengan que elegir entre belleza y devastación. Uno donde Bolivia se mire en el espejo de Uyuni y se reconozca como un país que piensa en un futuro diferente.
Tatiana Quiñones Chavarria