LUPE CAJÍAS
Lúgubres campanas marcan las
tres de la tarde, desde un reloj que funciona al revés por capricho de un viejo
canciller. Sábado por la tarde.
Llueve sin viento y es posible caminar: desde la esquina al antiguo
Palacio; desde las estatuas de musas hasta la
antigua botica de Doménico Lorini;
desde el inolvidable cinematógrafo hasta las ruinas de la mansión
de la Rosa. Al fondo, un cartel colorinchi tapa
la fachada neoclásica; a un lado,
las huellas de las balas de algún febrero negro.
Paso a paso, observamos los rincones con los
alumnos de Taller de Actualidad.
Casi todos salimos por primera vez después de meses de encierro. Aprovechamos la pequeña tregua. Algunos se
encuentran por primera vez, se
olfatean, se saludan de lejos, más señas que voces bajo el barbijo,
las gafas y las gorras. ¿Es Usted?, me preguntan
sin estar seguros de que yo soy la
que digo que soy bajo tanto disfraz y mascarada.
Quiero mostrarles la Plaza Murillo, el Kilómetro
Cero del Estado Plurinacional de
Bolivia, la manzana que reúne la mayoría de las discordias en tres centurias. Desde ahí dominaban las
huestes de Julián Apaza; acá
ajusticiaron a Bartolina Sisa; desde ese cruce llegaron los revolucionarios el 16 de julio y dicen que en ese
centro los ahorcaron seis meses
después. Por acá subió Mariano Melgarejo y se puso a arengar al populacho después de disparar los tiros certeros a
Isidoro Belzú. En el antiguo
Loreto, Plácido Yañez ordenó la masacre. Este es el farol donde colgaron a Gualberto Villarroel después de lanzarlo
desde ese balcón; en estos otros a
sus edecanes, atrás al periodista Roberto Hinojoza. Por allá entraron los agrarios en ese primer congreso del 45.
Acá se festejó el inicio de la
democracia en 1982. Por la Ayacucho subieron los marchistas del TIPNIS aplaudidos por la gente. Tanta historia que
las tres horas
programadas apenas alcanzan.
Tanta historia y tanto estropicio.
En la barroca casona de los
Condes de Arana están las piedras pintadas de un fucsia barato ya descascarado. Hace
años que ninguna autoridad asume
la necesidad de salvar la herencia de Rosa Agramont con sus vidrios rotos, sus calaminas oxidadas. La pionera casa
colonial de la otra vereda se
derrumbó un día y así quedó. El “Hotel París” está vacío. Alguna tienda formal, ningún Café, ni siquiera una
confitería, una librería.
En cambio, decenas de
ambulantes se disputan metros para vender gel, alcohol, cubrebocas y otras baratijas. Una mujer
protesta por algo y ayuna sobre su
frazada, sus amigos la acompañan tomando Coca Cola y tirando las cáscaras de maní. Los anaqueles desbordan
chatarras. Alguien vende manzanas
azucaradas. Un heladero con gastado uniforme ofrece barquillos de
un aseo sospechoso. Maíz para las decenas de
palomas que defecan por todas partes.
No hay restos del pesebre que un año hicieron para Niñito Evo.
La bandera tricolor de la
patria de nuestros mayores y de nuestro héroes y mártires reemplazada por la whipala;
otro pabellón azul entre mar y
masismo. Al este, opacando las montañas, un mamotreto de muchos pisos con sauna y gimnasio.
Es la modernidad Siglo XXI.
Cada época dejó una marca en esta Plaza Mayor, su idea de estética, su originalidad, su
visión de la patria. ¿Qué opinan?
Pregunto. Los alumnos comentan. La lluvia se pasa. Mejor bajamos hasta San Francisco.
Lupe Cajías es periodista.