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Opinión

MI AMIGO TITO

19 de Agosto, 2011
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WINSTON ESTREMADOIRO

No es que me haya enterado de que por fin descansó, a tiempo todavía de hacer conocer la mala nueva antes de que los tragos hubiesen enturbiado sentimientos, entre amistades del lunes que celebro en la barra del Suiza en Cochabamba. A días de su partida y rondando la fecha septembrina en que hubiese llegado al dígito siete, evoco con nostalgia a mi amigo Tito y las veladas que compartí con él, rematando en su espléndida biblioteca para buscar la botella de whisky oculta detrás de algún volumen en cuero negro de la Espasa Calpe, que acompañaba nuestras divagaciones literarias.

Décadas antes habíamos compartido la inolvidable experiencia de mi primer cigarrillo, un “k’uyuna” de indios, que sorbimos entre toses de pulmones límpidos, escondidos en el hoyo de una raíz de árbol derribado, en una ciudad que se abría a la sandez de talarlos para dar leña a chicheros y abrir lotes para albañiles que harían del valle florido una ciudad de cemento. Yo dejé de fumar, espero que mucho antes que el humo y el alquitrán hubiesen ennegrecido y bloqueado los alveolos pulmonares de mi amigo.

Adentro de su casa en la Paccieri estaban apilados los ladrillos que permitieron construir un Fuerte Montana, en el cual mi amigo era Colt Miller, yo Búffalo Bill. No queriendo ser opa, mi hermanito menor se resistía a ser Hopalong Cassidy. Sus hermanitas Pame y Tere eran las enfermeras, hasta que un castigo a un chúcaro soldado –hacerle picotear con la paraba Pastora de Tito- provocó la secesión del Fuerte Quebec de los hermanitos Moreira.

Trepábamos hasta una cantera en el cerro San Pedro, a recoger la materia prima de bolas de greda esculpidas a mano. Luego nos agarrábamos a hondazo limpio en un terreno talado y destoconado de su cerco de añosos eucaliptos, en que las raíces servían de parapeto y los hoyos de trinchera, separados por cuarenta metros de tierra de nadie. La batalla cesaba al aparecer la fámula en la tarde, gritando ¡niño Negro, niño Gordo, niño Gonzi, niño Álvaro, a tomar el té! Una vez les seguimos; entraron a su casa como una tromba, dejando la puerta abierta. El té eran mamilas de leche que los feroces enemigos mamaban de pié como hambrientos terneros. Perduraba la guerra hasta el carnaval de agua de mangueras en lados enfrentados de la calle del barrio. Ya de a buenas, a chapotear en la piscina y asolearse como lagartos temblorosos, retintos del solazo sin agujero de ozono.

Luego mi amigo Tito organizó el club Sacachispas. Desaparecieron las medias nylon de mamás y los calcetines de papás en las pelotas de trapo, hasta que su familia viajó de vacaciones. Cuando volvió tuvimos balón de cuero y banderines argentinos. Célebre recuerdo de cachañas futboleras es la foto del equipo, que entremezclaba mozalbetes de bigotes incipientes con niños imberbes. Quizá fue la edad la que separó el variopinto conglomerado. Los mayorcitos nos percatamos de las pantorrillas de las mujercitas y quizá el último pataleo infantil fue fabricar “rascat’usus” de frutos de molle, en madera tallada a cuchillo para asemejar pistolas, con un gatillo largo activado a resorte, en caño cavado con hierro candente: bendito el santo que nos protegía de quedar tuertos. Después vinieron las picardías de llenar con té las botellitas de escocés que importaba su papá y los carnavales de los Jets.

Estuvimos juntos en Jacksonville, viajando a playas atlánticas en el convertible de nuestro hermano Cuqui, quien me despachó a Houston pertrechado de guitarra y bongoes, además de abundante ropa de marca. Esmirriados jovenzuelos de puro coto, nariz y ganas de triunfar en el llamado sueño americano, servíamos agua, café y recogíamos trastes sucios en la cafetería del Hotel América de la urbe petrolera de Texas. Vivimos juntos en un departamento que quizá fue una comuna antes que el movimiento hippy puso de moda la convivencia mixta. En la calle Schroeder morábamos Pame, Tere, Tito, Cuqui y visitas de ambos sexos, mas este servidor que entonces ocultaba la timidez con una pipa y un robe de chambre, sin ser inglés y menos aún Winston Churchill, que fumaba habanos.

Tomamos rumbo distinto cuando mis amigos retornaron a Bolivia; yo continué mi exilio académico en Houston y Los Ángeles. Cuando volví como un resucitado después de una década, era mucha el agua del río de la vida que raudo había fluido. “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido”, recita Neruda, pero el cariño de hermanos seguía incólume. Mi amigo Tito fue testigo de mi matrimonio de 34 años, y aunque alguno conceda tal longevidad al aguante de mi esposa, sospecho que algo tuvo que ver el ejemplo de bondad, cultura y estoicismo con que mi amigo enfrentaba los avatares de la vida.

En su entierro me corrí de decir unas palabras cerca al hueco donde iban a descender sus restos, al lado de su hermana Tere. Me hubiese abochornado no poder hilvanar estas reminiscencias sin que las trunquen mis lágrimas al pie de su tumba. Cinco años de agonía, decían, y ahora reposa en paz. También descansan de verlo marchitarse de a poquito su valiente esposa Carmiña; su madre, comadre de la mía; sus hermanos, hijos y nietos. ¿Qué haremos sus amigos para colmar este vacío pesado que muchos tenemos en el pecho? Quizá consuele, o atemorice, que no pocos estamos en la antesala de espera, dice alguno. Por mi parte, trataré de llenar el hueco que deja en mi alma Carlos Dorado Erdland, mi amigo Tito, con los recuerdos de tanta vida compartida. 

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