Por ALFONSO GUMUCIO DAGRON
Tengo grabado en la memoria el episodio ocurrido en 1982 en Ciudad de México, un año antes de la muerte del cineasta, cuando en la Avenida Félix Cuevas, en la esquina de nuestro departamento, me crucé con él. Luis Buñuel caminaba solo, su rostro con esos ojos saltones era inconfundible. Me acerqué para presentarme y en cuanto mencioné mi condición de cineasta boliviano sonrió y dijo que iba a contarme una anécdota que no se la había contado a nadie antes, porque era el primer boliviano que conocía. Me señaló su dirección en la Cerrada Félix Cuevas # 27, donde vivía, a apenas dos cuadras de allí.
Al día siguiente dejé en su casa un par de libros míos que acababan de publicarse: la Historia del cine en Bolivia, primera investigación sobre el tema, y Bolivie, mi mirada sobre el país, que publicó en Francia la editorial Le Seuil. No pasó mucho tiempo antes de recibir una llamada de Jeanne Rucar, la esposa de Buñuel, para decirme que “Luis lo invita a tomar el té…” y añadiendo inmediatamente “sólo una media hora porque él no recibe mucha gente y está cansado” (o algo parecido).
Estuvimos allí puntualmente, no llevé cámara para no parecer demasiado codicioso, ya era un regalo ser invitado por uno de mis directores de cine preferidos, cuyas películas disfruté durante mis años en París. Los planes de Jeanne de preservar la tranquila tarde del esposo no prosperaron, ya que Buñuel sacó una botella de whisky y las tazas de té quedaron relegadas a segundo plano.
De esa conversación, que al final duró varias horas, conservo apuntes en algún archivo, además de un artículo que publiqué en Excelsior pocos días después de la muerte de Buñuel el 29 de julio de 1983. Recuerdo que hablamos de cine (“nunca veo mis películas”, dijo), de Bolivia (le había interesado mi libro de la colección Petite Planete), y de los exilios (el suyo empezó en 1939 y duró hasta su muerte, más de cuatro décadas, el mío acababa de empezar en 1980 y no duraría mucho).
Entonces me contó la anécdota que “nunca había contado antes” porque yo era el primer boliviano que me atravesaba en su camino. Me dijo que estando exiliado y sin papeles en París, la única embajada que le ofreció un pasaporte para poder viajar fue la boliviana. “Fui ciudadano de Bolivia por un breve tiempo”, me dijo (cito de memoria), aunque nunca llegó a utilizar ese pasaporte. Nunca pude encontrar más datos para verificar ese relato.
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