
En nuestro amado país el tráfico es una metáfora de la vida común y de la política. Se aprende más observándolo que estudiando sociología en las facultades generosamente dedicadas a ese fin u oyendo a los sociólogos que, turnándose con los economistas, han secuestrado la política nacional hace décadas, en perjuicio de los abogados.
En cualquiera de nuestras ciudades un individuo no puede andar a discreción por la calzada o la carretera, mientras circulan vehículos. El estatus de ese sujeto cambia si se halla en medio de una fraternidad, un sindicato, una barra (mejor si estronguista), suboficiales en huelga o una legión de seguidores del gobierno (nacional, departamental o local). Las potestades de un colectivo humano sobre la vía son ilimitadas, incluyendo azotar taxistas o dinamitar vidrios de la casera de la esquina.
A la vez, hay un orden que no es estatal, sino tradicional. Es el que impide que todo se desmadre y llegue el mismísimo satanás, e inaugure la aniquilación cainita. A propósito, un abogado argentino me contó cómo hace unos 20 años, al caminar despistado por una calle boliviana, de pronto vio surgir un malón furioso al frente, armado de palos, pancartas y cánticos frenéticos. Su instinto fue huir, pero un gaucho ya aclimatado le instruyó meramente seguir su ruta. Fiel a las costumbres barrocas andino-amazónicas, el malón abrió paso con cortesía a los viandantes. Ese abogado remarcaba en su relato que los piqueteros en Buenos Aires no tienen nuestras -con todo- aún delicadas maneras.
Las calles también revelan el peso social de la ley. En el día, un semáforo en rojo no quiere decir “pare”, pues depende del momento. Si es cuando el semáforo se ha puesto en rojo, quiere decir, para todo sabido conductor: “acelere, que si no esperará un horroroso minuto”. Y si, por su parte, usted se halla en la intersección y el semáforo cambia a verde, sería un redomado tarado si arranca creyendo que si lo chocan, estando en verde, no vale. Lo que le queda es más bien chequear si no hay quien, en la ruta transversal, entienda el cambio al rojo como seña de acelerar. En la noche, rojo, amarillo y verde se unen como en la bandera nacional.
La Policía de tránsito no está para regularlo. Como parte de un Estado enterado de lo que su sociedad prefiere, hace apariciones súbitas los viernes o sábados en las rutas en que los machaditos en automóvil son capturados sin esfuerzo. Es que imponer una regla que suspenda a un chofer luego de cinco faltas podría suscitar una rebelión automotora. Y el Estado a lo que más teme es a las revueltas, que pueden dejar sin oficio a policías, jefes y líderes.
A la vez, si uno cree en la prensa, confirma que la regla de que las colectividades tienen un peso decisivo es acatada por la Policía de un modo que ya quisieran las normas de tránsito. Todos los autos llevan roseta provista por la Policía, pero las noticias insinúan que algunos gremios las compran al por mayor para sus afiliados. De ahí que, de vez en cuando, algún desvencijado micro se despeñe de una empinada calle por rotura de frenos. Y ni los periodistas preguntan si no es responsabilidad –digamos, como hipótesis- de la Policía o del oficial que “inspeccionó” ese vehículo o le facilitó una roseta para circular.
Es ése el momento en el que el individuo reaparece. Se culpa al propietario del micro, justamente cuando toca atribuir responsabilidades, porque el sistema ha delatado sus imperfecciones. Las colectividades ejercen derechos más allá de los que prescriba cualquier ley, pero son los individuos los responsables, como coartada para que el orden estructural no se altere. Por eso hay que cuidarse de no quedar desamparado por el gremio (militar, policial, partidario, sindical, universitario), y tributarle sumisión.
Donde las cosas funcionan con sobrentendidos se corren riesgos si se intenta alinear el mundo de lo que pasa con el mundo de lo que debería pasar. Mejor es pensar que cuando el semáforo cambia a verde es momento de permanecer quieto, para que pase el que acelera cuando dan rojo.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.