
La Navidad y el Año Nuevo, en el mundo influido por el cristianismo, conlleva un algo atávico relacionado a nuestro pasado meramente agrícola, o aún a un tiempo previo, al reconocimiento de los ciclos anuales, y a la esperanza de que la siguiente vuelta alrededor del sol sea mejor, o menos mala, de la que acabamos de hacer.
De alguna manera esto lleva a la tentación de hacer un balance. En la vida, eso es mucho más difícil que hacerlo en la mera economía, sea esta la de un individuo o la del planeta. Con contadas excepciones, estoy seguro que la inmensa mayoría de las personas es hoy más pobre que hace 12 meses. Pero lo que tiene que estar claro es que hay algunas cosas que son más importantes que la economía por si sola. Y esa es una lección bastante clara que nos ha sido dada en este triste año.
Aunque es obvio que la vida es más importante que cualquier otra cosa, y más aún ahora que muchos dudan de otra existencia luego de esta, la cercanía a la muerte nos ha hecho reflexionar con mayor agudeza, hace tiempo que no vivíamos eso de tenerla literalmente al alcance de la mano.
Los seres humanos, a lo largo de los milenios habían estado siempre en danza con la muerte, los peligros naturales, los peligros creados por la agresividad de los más fuertes sobre los más débiles, las enfermedades que no tenían cura, fueron siempre parte de la vida, a veces cobrando mayor virulencia, ya sea con las pestes o las epidemias, o con las guerras, sucedía en todo el mundo. Sea entre incas o sus antecesores, por acá, o en el imperio romano germánico, por allá.
Pero el avance tecnológico, y aunque muchos opinen vociferantes lo contrario, el avance humanitario de la segunda parte del siglo XX, había logrado un bienestar, y una mayor justicia social inimaginables inclusive en la primera mitad del mismo siglo.
La pandemia nos ha enseñado muchas cosas, algunos hasta han aprendido a hacer pan y masa madre, otros han aprendido a limpiar sus casas; pero en términos generales hay dos lecciones que me parecen enormes. La primera es que la vida sigue siendo impredecible. Estos días, más que marzo o abril del año pasado, nos demuestran que una pandemia como la del covid, puede causar estragos muy grandes en países tan ricos y organizados como Alemania o Suiza, (vale mencionar, que en el país de Heidy están teniendo, con una población menor a la boliviana, 100 muertos al día). Pero la segunda certeza, es que nos podemos maravillar con las opciones que la humanidad está encontrando para atacar el mal que ahora nos estrangula. El que en menos de un año se haya empezado a aplicar una vacuna, es simplemente algo que debería darnos grandes esperanzas, no solo en que la vida volverá a ser igual, sino en que la humanidad está verdaderamente por el buen camino.
Esa luz al final del túnel que significa la vacuna, es el triunfo de la razón y la ciencia, y digámoslo a riesgo de ser objeto de lapidación, la ciencia occidental, (colonial la llaman por acá), sobre los otros saberes y sobre otras cosmovisiones.
No se trata de algo casual, se trata de la acumulación de conocimiento a lo largo de centurias, cada paso llevó al siguiente, pero es indudable que los últimos 70 años fueron tremendamente importantes para vencer desafíos relacionados a la salud. Aclaremos además que es en este período en que se ha ido desarrollando también una verdadera conciencia ética respecto a las pruebas que se tienen que hacer para asegurarse de la eficacia de un medicamento o de una vacuna, ahora estamos viviendo también el esfuerzo, que no es el primero, de hacer que esta sea universal, y que no tenga que ser pagada por las personas, por lo menos por las que no tienen recursos.
El andamiaje político, cultural y económico, que se requiere para este logro es simplemente admirable, y bien merece un brindis el próximo jueves a las doce de la noche. ¡Salud por la vacuna, salud por la humanidad!
Agustín Echalar es operador de turismo