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Opinión

Ultimas anécdotas de un italiano en Bolivia

25 de Mayo, 2024
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FRANCESCO ZARATTI

Termino la trilogía de columnas anecdóticas de un italiano en Bolivia, con algunas amenidades de mi faceta poco conocida de “farmacéutico”. Resulta que la familia de mi esposa Sonia (RIP) poseía la más antigua farmacia de La Paz y, como esposo comedido, no rehusaba ayudar en ciertos horarios esencialmente con la caja (para no ser acusado de ejercicio ilegal de la profesión).

Pero, por más que tratara de mimetizarme detrás del mesón, la idiosincrasia de nuestra gente podía más. Por un lado, el personal de la farmacia no me bajaba de “doctor”, lo que creaba una cierta ambigüedad, y, más importante, mi acento y porte europeos inspiraban más atracción para los clientes que la miel para las moscas. En breve, muchos deseaban ser atendidos por el “doctor” y si éste le pasaba la receta a un empleado o a una farmacéutica de verdad, la prescripción era interpretada como si fuera tan trivial que no requería molestar su atención. 

Ante esa situación, para no decepcionar al público y recetar correctamente, hice mi “chanchullo”: una lista de remedios para molestias comunes (resfríos, dolores de todo, diarrea y estreñimiento, entre otras) que yo guardaba estratégicamente debajo del mesón. De ese modo, a la pregunta “Doctor, ¿qué es bueno para…?”, tenía preparada la respuesta correcta, además emitida con toda la solemnidad de un “doctor gringo”. Y cómo el doctor solía acertar (al igual que lo haría cualquier empleado), se creaba un círculo peligroso que me sugería mantenerme alejado lo más posible de la farmacia.

Un día llega una simpática y desinhibida señorita, pidiendo agua oxigenada: en ese caso la pregunta aclaratoria, siguiendo el protocolo, era “¿de qué concentración?”. La respuesta, que no fue la prevista (10% o 20%) sino: “Ud. dirá, es para pintar mis vellos; ¿quiere que le muestre?”, me dejó embobado. 

En otra ocasión, en medio de un turno, esa tortura trimestral que duraba 24 horas durante una semana seguida, vino una cholita para comprar veneno para ratones. Se lo vendí, pero acto seguido, me preguntó cómo se suministraba. Entre la rutina y el cansancio del turno, respondí como un autómata: “dele tres veces al día con un poco de agua”. Hasta hoy no se me quita de la mente el ratoncito capturado para morir envenenado poco a poco con el preparado fatal. 

A propósito de esos turnos inhumanos, más de una vez me desperté en medio de la noche con la cabeza apoyada en el mesón y una receta en la mano, gracias a los gritos del paciente por la ventanilla de atención, cansado de esperar sus remedios a las intemperies.

La primera vez que interactué con la farmacia fue cuando, recién casado, tuve que reemplazar a mi suegro enfermo en la tarea de la trascripción de las recetas despachadas a los empleados bancarios: de esa factura, elaborada mediante una antediluviana “máquina de escribir”, con los nombres del médico y del paciente y el monto total, dependía la liquidez financiera de la empresa. Pero había un problema: la letra (ilegible, por definición) de los médicos y mi desconocimiento total de la grafía de los apellidos menos comunes de los pacientes retrasaban notablemente esa transcripción, por miedo a que me rechazaran la factura porque el empleado no apellidaba “Gassman”, como el cautivador Vittorio, sino Guzmán. La solución me la dio la Cooperativa de Teléfonos que por entonces imprimía y repartía ese libro gordo llamado “guía telefónica” y que para mí fue el más precioso diccionario de los apellidos bolivianos. 

Años después, me di el gusto de presentar esas facturas, elaboradas con un ordenador Commodore 64 traído de un viaje, a unos bancos que seguían realizando sus cuentas con calculadoras mecánicas y registrándolas a mano en ficheros. 

El autor es físico y analista 

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