
Con aire de sabios, atribuimos a las redes sociales el apogeo del narcisismo, las selfis, la autopromoción (“compré un geranio”, “mi ardilla se dio un atracón de bellotas”, “me entrevistarán en el canal policial para narrar mis recuerdos de la campaña de Paquito en los años 80”, etc.) y la levedad.
Pero las redes son solo la vitrina en la cual se puede atestiguar como vouyeur, de qué madera (¿debería decir venesta, aserrín o detritos?) están hechas nuestras almas; qué es lo que conforma nuestras pasiones, bajo el manto de circunspección y disimulo con que nos armamos a diario. Pretendemos una trascendencia y gravedad que no poseemos, apenas se rasca un poquito la maltraída epidermis. Es lo que hacen las redes sociales con nuestras mentirosas maneras. Quizás en rigor hablo del segmento al que (¡horror!) pertenecemos vos y yo.
Es antes y fuera de las redes que nos sentimos mejores al prójimo, exclusivos, dueños de la verdad, que nos ha sido revelada como prerrogativa personal. Tampoco es monopolio de la política. Como las redes, ella meramente retrata el elogioso aprecio que albergan por sí mismos personajes del Gobierno, agitadores (épicos) de la oposición o de la defensa del oso perezoso armenio, la sultana o el ácido acético.
Detrás de nobles causas como el respeto a la mujer, la igualdad humana, la libertad o el cuidado de nuestro entorno, se esconden las verdaderas motivaciones. Las de los que se ensalzan a sí mismos implícita y explícitamente por optar por esas grandísimas ideas, a diferencia del resto, tan inelegante en contraste. Vivimos la era de la aristocracia personalizada. Vamos programados para dejar rastro de cuán macanudos somos, a diferencia del vecino, el amigo o el enemigo. Todo eso me alentó a hacer el recuento que sigue, como trabajo de campo.
Alguien que conozco pone una coma y no dos puntos (como enseñaban en el colegio) después del nombre de destinatario, en un correo electrónico. Tal vez por manía, intuyo con evidencias que está persuadido de que eso lo hace mejor que los que no sabemos, a diferencia suya, que ésa costumbre es la selecta, venida del “mundo” a la periferia. No es el único porque por lo visto yo, que pongo dos puntos y no una coma, también supongo que así preservo mi cultura, y él no.
Voy a un café y pido un descafeinado. La dueña atrapa su minuto estelar. Me reprocha, con condimentada condescendencia, que a quién se le ocurre pedir un decaf (resalta la e, que suena a una i, y la f, que silba fff). Mosqueado, pero contenido, le retruco que, en general, uno pide lo que se le antoja; que para ritos está la Iglesia, no el café. Ella se solaza con su sofisticación cafetalera; yo con mi rebeldía al garete.
Ya en el auto, no toco bocina, soy “delicado”. El que la toca es, por su lado, “viril”, capaz de reclamar, sin pasar por alto nada. El peatón que torea el auto también es sobresaliente por su conciencia indómita de que el desafío a un vehículo es heroico, bajo la infalible narrativa de los débiles contra los fuertes, que usa hasta cuando pierde en el billar.
Leo los periódicos. El oficialista cree que los opositores lo son porque no tienen alma, él sí. Los liberales exhalan su insigne condición, al echar en cara a los que llevan lustros en su travesía política mayoritaria. Una activista se entroniza, en un símil caricatural de las jerarquías que dice aborrecer, pero que sirven si se trata de Ella. Todos deleitan su sedienta autoestima.
Dan ganas de citar a Voltaire y su altanero epíteto: “la canalla”, para describir, también desde su altar, a los que reputaba vulgares, cuando afirmaba que había “conocido la canalla escritora, la canalla enredadora, y la canalla convulsa”. Es que nadie busca exorcizar esa subalterna impresión íntima de ser magnífico. Es el ego que cargamos en silla gestatoria con dosel, flecos de Turín y pan de oro, y que me tiene cabreado.
P.S. A lo mejor los monjes medievales, a los que suelo idealizar, estaban a salvo de su majadero yo. Era así, ¿no? No. Olvidaba que ustedes no saben nada.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado