
Vivo en una calle 6, a la que no
he intentado cambiarle el cartel. Por eso lanzo aquí piedras con culpa, con
techo de vidrio. Es que estas líneas me eran irreprimibles ya; llevaban años de
maceración biliar. Las expulso contra una insípida moda de ciertas (no tan) nuevas
urbanizaciones en las que residen clases medias y altas.
Las vías de esas urbanizaciones no se llaman Zamudio, Cañoto o Lanza, no. Por
una fallida aspiración modernizante o coqueta, se llaman calle Sapito (en serio) o Patito(estoy exagerando). Otras veces, por inspiración pretendidamente áspera, se
llaman “Singani” o “Ginebra” (por el trago, cómo no). Finalmente, por algún
calculista-botánico-(1/5)poeta, llevan el nombre de “Cipreses”, “Abedules” o “Nardos”.
Justo donde germina con franqueza solamente el cactus, donde nomás se contemplan
flores agraciadamente petizas, o plantas y maleza en conflagración con el
cemento.
Nadie ahí reconocería un nardo sin foto previa o distinguiría un abedul, así
recorriera Rusia como Miguel Strogoff, pero tres veces. Ni los que bautizan
esas vías ni quienes las trajinamos sabemos por qué la calle Coyote ha abatido con facilidad a cualquier congénere que
merezca respeto; y yo trato de averiguarlo.
Las calles antes debían su nombre a los oficios o actividades que
albergaban. En La Paz, la Avenida Montes era la calle de las Carretas,
por los vehículos que la transitaban. En Santa Cruz, la vieja calle de la Comisaría seguramente
hospedaba a una Policía más primitiva y, a lo mejor, confiable. En Potosí, la
calle Bolívar dio muerte a la antigua calle
de los Vestidos, me informa una página web.
De ese modo de nominar calles, asentado en la cotidianidad, pasamos a los
homenajes -a menudo zalameros- a los vivos, o a los muertos. No fue una
tendencia nativa. La Revolución Francesa sustituyó con sangre y designaciones
terrenales los apelativos de calles antes beatamente nombradas por una orden
religiosa, un santo o hasta algún rey.
La independencia trajo aquí nuevos nombres, como Sucre, y plazas con fechas
de alzamientos. Y los liberales de hace un siglo dejaron barrios repletos de
presidentes y ministros, sin los cuales hoy sería imposible ubicar el lugar del
que se habla.
Las clases de cívica ya eran aburridas en mi tiempo y temo que su propósito
esté más hueco que entonces. Esa debacle no quita que una comunidad propicia
los valores que añora, al hallar una denominación estimable y asignarla a una
avenida o un edificio. La calle Sapito,
más que la calle 6, importa una
renuncia a apreciar.
Que algunos no sientan ya esa necesidad (salvo cuando no quieren pasar al
anonimato porque un pariente notable ha muerto) algo dice del recogimiento en
la comodidad de la vida privada de la calle
Sapito. Esa abdicación a afirmar qué merece exaltarse puede deberse a la
ignorancia, a la timidez de eludir la controversia o, más grave, a la indiferencia.
Pero no es necesario tragarse enciclopedias para valorar. Puede hacerse incluso
con el vecino fallecido, con una idea o una imagen que trascienda, anime o recuerde.
Kataristas e indianistas han acabado consagrando, por ejemplo, a Túpac
Katari en la iconografía nacional. Y no es que Katari fuera San Martín de
Porres. Pero Katari expresa, en su asedio y cólera, una advertencia al mundo
que vio en los indios un segmento solo idóneo para papeles subalternos.
Puerto Evo es, sin duda, un extremo que no incito a seguir. Para eso
me quedo con lo que respondía Catón: “Prefiero
(…) que me pregunten por qué no
me han levantado estatuas que por quéme las han erigido.” Sin embargo, contrasta la práctica de este Gobierno,
proclive a asociarse a personalidades de nuestro pasado (Marcelo Quiroga,
Avelino Siñani, etc.), con la de quienes han desistido de dignificar nada que
no sea un colibrí o una vizcacha.
Los homenajes no son materia
baladí. Al Gobierno le disgusta que
se aluda a una exministra, pero no creo que inauguraría un callejón Doña Neme. Es que nombrar conlleva símbolos y evocaciones.
Como la calle Sapito, que representa
a tanto jok’ollo suelto.