FRANCESCO ZARATTI
Esta columna tiene un tinte íntimo debido a la coincidencia de la fecha con mi 70avo cumpleaños. Si los “primeros setenta”, como digo en broma, son un motivo especial para hacer un balance de lo vivido, entonces no encuentro mejor manera de hacerlo que dejándome guiar por el Salmo 90.
El salmista me recuerda que “los años de nuestra vida son unos setenta, u ochenta, si hay vigor…” (90,10). Una indicación de que debería sentirme cerca de mi pascua, si no fuera por el recuerdo de un dicho de mi abuela: “En nuestra familia somos muy longevos y llegamos fácilmente a los 90 años… si no morimos antes”. Luego el mismo versículo sigue: “… mas son la mayor parte trabajo y vanidad, pues pasan aprisa y vuelan”. ¡Nada más cierto! Trabajo, muchas veces, para alcanzar la vanidad de tener, de poder y de valer.
No se hincha mi pecho por lo poco que he logrado en mi existencia, porque lo debo a muchos (vivos y difuntos) a quienes agradezco y también porque sé que “has puesto nuestras culpas ante ti, a la luz de tu faz nuestras faltas secretas” (90,8). Lástima que descubrimos esa verdad muy tarde, cuando “Tú reduces el hombre a polvo, diciendo: ¡Retornad hijos de Adán!” (90,3).
Hace poco celebramos con bombos y platillos el comienzo del Tercer Milenio. Puedo imaginar la sonrisa indulgente de Dios: “porque mil años a tus ojos son como el ayer, que ya pasó, como una vigilia de la noche” (90,4)”. Con una metáfora poética el Salmo nos compara con la hierba que: “por la mañana brota y florece, por la tarde se amustia y se seca” (90,5). Y, sin embargo, al cruzar los 70, me atrevo a exclamar con el salmista: “Señor, tú has sido para nosotros un refugio de edad en edad” (90,1).
En verdad, “por un lamentable descuido”, como diría Umberto Eco, no tuve muchas ventajas en mi infancia; perdí a los seis años a mi padre debido a una enfermedad sin cura; pasé gran parte de mi infancia y adolescencia en internados y orfanatos, con todas las desventajas afectivas y educativas que eso implica, y conocí de cerca el valor del sacrificio. Pero desde entonces supe que no estaba solo, por haber sido amado desde antes que naciera por el Único que es fiel en el amor, como intuyó el profeta (Jr 1,5).
Esta fe, un don recibido sin ningún merecimiento, unida a una dedicación fanática por los estudios - por todo el conocimiento -, y al apoyo indulgente de mi familia, me regalaron una madurez precoz. Por eso entiendo profundamente la súplica del salmista: “Por la mañana sácianos de tu misericordia y toda nuestra vida será alegría y júbilo” (90,14).
Debiendo resumir con dos palabras mis años, en especial los 43 compartidos con Bolivia, elegiría “servicio” y “humor”. Servicio a la Iglesia, la familia y las periferias de La Paz; en la docencia, la investigación y la divulgación de la ciencia; hasta en la efímera vida pública y en los medios que me han acogido y me acogen todavía. Y el humor como antídoto del dolor, porque “llorar es fácil, lo difícil es reír” (Oriana Fallaci). En fin, tengo la humilde esperanza que, mediante mi testimonio imperfecto, “se vea tu obra con tus siervos y tu esplendor sobre tus hijos” (90,16).
Pero hoy, más que detenerme en lo bueno, lo feo y lo omitido, las alegrías y las penas, los éxitos y las humillaciones, prefiero, con ese bagaje a cuestas, seguir mi camino pidiendo al Señor gozo y dicha (90,15) pero, sobre todo, sabiduría: “Enséñanos a contar nuestros días, para que entre la sabiduría en nuestro corazón” (90,12).
El ayer ya pasó y el futuro no es aún. Queda, para cada momento del “hoy”, la súplica final del Salmo, que hago mía en favor de cada hombre: “¡Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos!” (90,17).
Francesco Zaratti es físico