GONZALO MENDIETA
Entre el desprecio iletrado por el pasado nacional y el (inclemente) egocentrismo del Gobierno (por favor, piedad) que este tiempo trasmina, asombra y alienta que lejos de quemar libros, se publiquen.
Al precio de 30 lucas, el Centro de Investigaciones Sociales (CIS) de la Vicepresidencia editó el libro de historia Minas, balas y gringos, del estadounidense Thomas C. Field, que retrata el segundo -y el breve tercer- gobierno de Paz Estenssoro (1960-1964) y sus relaciones con Estados Unidos. Carlos Soria y Carlos Mesa le dedicaron sendas columnas, a las que añado racimos de mi cosecha.
El libro cita con minuciosidad conversaciones, por poco diarias, de funcionarios estadounidenses con figuras de la política boliviana. Pero la ausencia de archivos nacionales semejantes a los norteamericanos trae un resultado desigual. Nos enteramos bien de las motivaciones gringas, pero las de los líderes bolivianos asoman entre brumas, pese a las entrevistas del autor para suplir esa ausencia. Si se devora el libro sin considerar esto, se corre el riesgo de entender la torturada visión política del ministro Campana (es una rima).
De ahí que al leerlo recelé primero de cualquier indicio de sesgo de caricaturizar a Paz y su dependencia de los gringos, como en las parodias históricas en boga. Mis prejuicios sucumbieron, empero. Y aunque Thomas Field efectivamente entrega material que describe crudamente la injerencia gringa, me forjó una imagen variopinta de ese período.
En plena Guerra Fría, cuando los gringos hacían y deshacían en el continente, Víctor Paz jugó con el anticomunismo gringo, recibió ayuda, mantuvo relaciones con la Cuba de Fidel -y con Yugoslavia- casi hasta el final y contó con el “apoyo crítico” de los comunistas del PCB, ampliando fugazmente la estrecha autonomía del Estado boliviano. Los liberals gringos tenían opciones más a la derecha que Paz, pero lo mimaban porque lo veían viable y hábil. Y no, eso no hace de Paz un bendito.
Paz acató pues, a la vez, el Plan Triangular que buscó -no era cuento izquierdista- pulverizar la politización comunista de las minas estatales, sin lograrlo. Ese gobierno de Paz y el de Barrientos (del que el libro no se ocupa) pueden ser así leídos como un contínuum en el que una burocracia modernizante se enfrentó, sin suerte, al poder sindical minero. Esa disputa duró en verdad hasta la “relocalización” minera de los años 80.
Una de las tesis del libro es que el desarrollismo fortalece el poder del Estado, pero destila conflicto social. Así, concluyo yo, el Estado en Bolivia parece moverse entre dos polos: aceptar las estructuras de poder social y pactar, exponiéndose a ser su esclavo, o concentrar el poder para (intentar) reconfigurar (con violencia) la sociedad. El cuadro termina asemejándose al de un rey (Víctor Paz o Evo, para el caso) como los primeros monarcas absolutistas, negociando con o combatiendo al poder feudal, sin lograr al final su cometido, cuando lo tiene.
De paso, uno confirma realidades que intuía. Por ejemplo, que las vidas gringas valían más que las bolivianas. La intervención militar de las minas era brutalmente alentada por los estadounidenses, salvo cuando había vidas norteamericanas en juego, como los rehenes en Siglo XX, en 1963. La frialdad es fácil con el cuero ajeno.
Finalmente, olvidábamos ya el control político, a San Román, Requena y otras fieras de las que Víctor Paz se sirvió para imponerse a izquierda y derecha. El Paz menos cruel de los años 80 es un personaje incompleto.
Si leemos esta historia en clave moral, casi anacrónicamente, da escalofrío la moraleja que los halcones de hoy puedan sacar de estas páginas. Una posibilidad remota es que constaten la ineficacia última de la violencia y la cerrazón, que llevaron a Paz Estenssoro a la caída en 1964. Otra, que refuercen su cinismo y crean que casi todo ha sido aquí a la fuerza. Al final, la gente es desmemoriada, se dirán, a condición de que tengas éxito (arriesgándose a repetir así, con otro signo ideológico y sin gringos, al Paz Estenssoro de 1964).