GONZALO MENDIETA
Me encontré con una sorna histórica de las que sólo pueden provenir del humor, pero de uno como el de la divina providencia. Ése que se adelanta décadas o centurias a lo que pasará, dejando sólo a los fantasiosos -o a los ocultistas- advertir sus arranques de comedia. En los años 30, el fundador del Partido Obrero Revolucionario (POR), José Aguirre Gainsborg, eligió un profético seudónimo: “Max Fernández”. Aguirre no sabía el signo que ese nombre tomaría 60 años después en la política boliviana, pero la historia tiene sus duendes.
Es casi como si el viejo Pléjanov hubiera adoptado el sobrenombre más bien etílico de Boris Yeltsin, 90 años antes de que éste fuera premier ruso. Y no es una volada para alarmar a mis lectores; lo afirma el historiador del trotskismo boliviano, S. Sándor John. La ironía es que Aguirre Gainsborg, el fundador del trotskismo, de la línea distinguida por el mismísimo Guillermo Lora como de la ilustre prosapia (Lora aborrecía a Tristán Marof, el otro fundador), eligiera un seudónimo tan postreramente decidor como el de Max Fernández, el empresario y político cervecero de los años 90.
Que el fundador del trotskismo llevara apócrifamente el nombre de un futuro líder político-empresarial, pero de cuño “popular”, es como para simbolizar, sin querer, que buena parte del esfuerzo de la izquierda ha apuntalado no el advenimiento del socialismo, sino el de una nueva burguesía -también con proletarios, no siempre bien pagados- de rostros locales. Max Fernández fue acaso su heraldo, si descontamos a Simón Patiño, que no era precisamente un “niñito bien”.
Si a eso se añade que Aguirre Gainsborg murió un octubre como el de la Revolución rusa, pero no en un soviet, como habría sido ideal para la leyenda, sino en un parque de diversiones, caído de una Rueda de Chicago, quizás descubramos más sarcasmos aún. No los voy a revisar hoy porque ando con un augusto respeto por los muertos. No vaya a ser, empero, que quienes se reclaman izquierdistas estén más cerca de un parque de diversiones o de las nociones utilitarias de una empresa, que de la izquierda.
Hablando de seudónimos, el Vice tuvo el suyo. Fue más bien pagano: Qhananchiri. La web lo traduce como “el que ilumina”, y lleva su nota de arrogancia. Para los maledicentes, se presta a comparaciones con el ángel de la luz, caído por su inmodestia. Pero no voy a ceder a la maligna tentación de castigar al Vice por esa vía, pues para eso ya hay concursos públicos.
El Vice ha resuelto citar (mal) al Papa. Pudo haberlo hecho un piadoso o un devoto de Néstor Paz Zamora. En la guerrilla de Teoponte, éste llevó el sobrenombre de Francisco, como el Papa, para invocar la humildad franciscana, no para ser “el que ilumina”. Pero Álvaro hizo su (falluta) referencia al Papa, en pro de la posición vicepresidencial de abrir más el baúl del aborto en la ley.
Y el destino ignoto de los sobrenombres me hizo pensar que es paradójico, al menos para el Qhananchiri de ayer, que el Vice cite a un Papa para afianzar sus propias ideas. Que lo haga además marrando el tiro, revela también su concepción utilitaria de las creencias propias y, peor, de las ajenas. No es tan alegórico como morir en un parque de diversiones, pero hay una ruta ideológica difícil -o muy fácil- de entender.
A la tradición de izquierda le sentaría mejor restaurar la utopía social de un futuro que permitiera a todos -no solo a los privilegiados- festejar la llegada de sus guaguas, como el Vice hace estos meses. Además, el aborto voluntario es más consistente con una vertiente práctica moderna, liberal e individualista, que con una comunitaria o, menos aun, con los valores de la tradición indígena.
En mi caso, tomo en serio la advertencia religiosa. Una civilización desinteresada en los que van a nacer -y en sus atribuladas madres-, tiene más que oír y meditar de sí misma, que recetas por repartir. Mientras, Qhananchiri se ha iluminado con un súbito amor al papado, pero por ideas que el Papa rechaza. Será porque Dios escribe recto, pero con renglones torcidos.
Gonzalo Mendieta Romero