AGUSTÍN ECHALAR ASCARRUNZ
Tengo que decir que no me compré eso de Ciudad Maravilla para la ínclita ciudad, en primer lugar porque no me gustan las lisonjas baratas, y en segundo porque La Paz, con la mucho que se la puede amar, y la amo, con la cantidad de aspectos extraordinarios que pueda tener, principalmente por esa su enrevesada geografía, y por su cercanía a la cordillera real, tiene limitaciones arquitectónicas y urbanísticas, propias además de nuestra pobreza, que la colocan muy lejos de ser una “cidade maravilhosa”.
Cuando uno hace el recorrido de las distintas rutas que tiene el teleférico, propio o extraño, puede quedar prendado de la ciudad, aunque claro, también verá algunas de sus miserias, y muchas de sus precariedades. Uno puede quedar “maravillado”, con la locura de construir casas no necesariamente estèticas, pero tampoco necesariamente pobres, construidas casi colgando de los cerros, y es ahí donde empieza también la zozobra, son verdaderamente seguras esas casas, se pregunta uno como vecino y hace lo mismo el visitante.
Los paceños de pura cepa, al momento de nacer, o aún antes, en el vientre de sus madres eran informados de tres detalles, de que hubo una vez un cerco de la ciudad, y que este podría repetirse, y de que los cerros no eran confiables, y tampoco las riveras, ya que los ríos pueden crecer de manera peligrosa cuando el Achachicala está con montera y llueve aunque Dios no quiera.
Mi madre que nació hace 100 años a tres cuadras de la plaza Murillo, cuando recién la habían rebautizado con ese nombre, sabía que a dos cuadras de su casa estaba la llamada falla de Santa Barbara, donde una vez hubo una parroquia que se desmoronó, cuando llovía, sobre todo en las noches, yo la recuerdo lamentarse por la gente pobre que vivía en las laderas, y que tal vez perderían sus casitas de adobe, entre mis recuerdos están también los cuentos de la casa de Posnansky, que había desaparecido apenas terminada de construir, allí por la avenida del Ejército, y las casas de algunos alemanes adinerados que construyeron sus casas en Tembladerani, (nadie les había explicado qué significaba el nombre de la zona).
Cuando yo era niño, nos visitaba un amigo de la familia que tenía un particular sentido del humor, nos contó una vez que ante la oferta un tanto insistente de un conocido suyo, que le ofrecía un terreno en Llojeta, este le dijo que no debería venderlo, porque en el futuro se iba a valorizar mucho, el vendedor, sonrío, y le preguntó si sabía algo al respecto, si se iba a construir una carretera pronto, y él le contestó que no, pero que con el tiempo ese terreno llegaría a Obrajes, o quien sabe hasta la Florida.
Comento estas anécdotas, solo para ilustrar que siempre se supo cuan malo es el terreno paceño, y cuan peligrosas son ciertas construcciones temerarias, que hoy por hoy se están multiplicando. Me pregunto, ¿Cuándo perdió la gente el sentido común al extremo de afincarse y construir en lugares de tanto riesgo? ¿Qué pasó con nuestra sabiduría ancestral paceña?
Por supuesto que entiendo las dinámicas que se han dado, entre la necesidad, la angurria, la ignorancia y la irracionalidad, en distintas dosis y combinaciones se da lo que tenemos ahora, y lo que estamos lamentando después de esa casi extemporánea lluvia del medio día del último día de abril. Las soluciones aparte del apoyo y la empatía a quienes han perdido sus casas, incluye una concientización profunda de la realidad de la geografía de la ciudad, y quien sabe si no ha llegado el momento de pensar en trasladar el gobierno a Santa Cruz, para evitar una presión demográfica que se pone insostenible. Por lo demás si todos sus serranías terminan siendo construidas y /o aplanadas, lo más bello de la ciudad habrá desaparecido.
Agustín Echalar es operador de turismo