GONZALO MENDIETA
Maduro gobierna Venezuela con garrote y una minoría beligerante cuyo núcleo son los militares. Que un régimen así sobreviva no es novedad. En el pasado pulularon gobernantes anclados en minorías -de composición más elitista que el madurismo- con soporte castrense, aunque ideológicamente diferentes a Maduro. Esas dictaduras también conservaron el poder pese a no representar mayorías electorales. Nadie reunía fuerzas capaces de derrocarlas y de instaurar otro orden. Recordarlo deprime, pero es preferible a la fantasía. La injusticia no basta para que un régimen caiga.
Es hora pues de evaluar si el fin de Maduro se acerca. La impotencia de la oposición venezolana hace pensar que no. Un gobierno como el de Maduro, basado en la represión, es inicuo, pero no por eso inviable. Parafraseando al perverso Nietzsche: el calvario de la oposición venezolana no le garantiza vencer. La movilización callejera y la indignación internacional pueden condicionar al régimen venezolano. De hecho tienen influencia -y a la vez han motivado un mayor endurecimiento de Maduro-, pero son por ahora insuficientes.
De otro lado hay quienes ansían un golpe en Venezuela. Llamar al golpe es desesperado, inverosímil -aún- y contraproducente. Las banderas del golpe “justifican” además mayor persecución y, paradójicamente, más purgas militares en Venezuela. No sirve ni a quienes buscan el golpe.
No es primera vez, por lo demás, que los gobiernos de la región deben decidir si reconocer al detentador del poder para negociar con él o simplemente censurar sus métodos, sin consecuencias. Salvo por Cuba, ningún actor internacional asumirá un papel directo -menos uno bélico- en Venezuela. De ahí que las arengas de Trump más bien refuercen a Maduro e inhiban a sus críticos, como México, Perú o Argentina. Buenos Aires acaba de afirmar que la fuerza no es la vía para Venezuela, desmarcándose de Trump.
Es que la intromisión gringa no tiene buena prensa. Incluso gobiernos cercanos a los norteamericanos (pregúntenle a Peña Nieto) saben lo que es sufrir sus exigencias. La izquierda bolivariana ha de haber descorchado fina champaña al oír a Trump en sintonía con el estereotipo imperial que Maduro se esfuerza en machacar.
Por su parte, Cuba apuntala a Maduro. Se trata del principal exportador regional de inteligencia política y militar, hábil en el descabezamiento de opositores. Los casi 60 años del régimen cubano son apenas una década menos que la duración del soviético; tiempo demás para especializarse en domesticar enemigos. Y la receta cubana de alentar en la comunidad internacional la resignación respecto a Venezuela empieza a dar frutos, bajo la teoría de los hechos consumados. Cuba la practicó desde 1959, incluyendo el duro “periodo especial” de los años 90, cuando perdió el patrocinio ruso, que comienza a atraer nuevamente.
En los 90, el presidente español Felipe González y otros líderes mundiales dialogaban animadamente con Fidel. Le deslizaban algún consejo, haciendo la vista gorda de los rigores de su gobierno. Los cubanos prevén que pasará igual con Maduro si persevera. Como hizo Fidel -aunque Maduro no tenga sus talentos-, ratificando que nadie más podía controlar Cuba, con la disidencia exiliada o reducida, así fuera a palos.
Es imposible pues eludir el pesimismo por Venezuela. En mi caso, me fue inoculado además por una publicación de una revista ligada al bien informado Vaticano, al que algunos califican de chavista. Yo temo que el Vaticano es más bien crudamente realista: “Un regreso al pasado no es deseable ni posible. Por otra parte, el actual sistema político ha mostrado su impracticabilidad e insostenibilidad democrática. Lo que en términos políticos no se ve en el horizonte es un camino alternativo. Negociar significa establecer un nuevo pacto social (…) El escenario no es el peor posible. No se está en la guerra que les tocó a los hermanos de Colombia, o en la de Centroamérica de los años ochenta y noventa, que duró una década.” Toda una oda a las severas virtudes del mal menor.
Gonzalo Mendieta Romero