FRANCESCO ZARATTI
Tenía veinte años cuando en Roma abordé por primera vez un avión “para ir a Europa”. Cargando una mochila y un bagaje de unas cien palabras de inglés de mi época colegial, llegué, entrada la noche, a Dinamarca, país donde permanecí aquel verano acopiando papeles y cosas viejas junto a un grupo de jóvenes voluntarios de diferentes países europeos con el fin de financiar obras sociales del célebre “Abbé Pierre”.
Fue una de las experiencias fundamentales de mi vida, porque me hizo entender que construir Europa era posible gracias a la juventud. La convivencia codo a codo, con distintos idiomas, costumbres e idiosincrasias, pero con mismos sueños, cultura, temple de servicio, penas y alegrías, nos recondujo a lo esencial de la condición humana. Sí, éramos distintos, pero no separados. La amistad, la solidaridad y los enamoramientos que vivíamos en el campamento fueron el mejor antídoto al odio alimentado por los nacionalismos radicales que cada treinta años solían desgarrar ese continente mediante sangrientas guerras.
Hoy, sigo siendo un convencido de que la Unión Europea, como ideal, no se construyó sólo en las esferas políticas y financieras, sino que sobre todo se hizo realidad ahí, en esos encuentros de jóvenes, hijos de una misma cultura milenaria, decididos a vivir unidos antes que confrontados.
El anterior recuerdo explica mi tristeza por los resultados del Referéndum que ha aprobado la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea y, más aún, por constatar que ha sido la gente de mi generación la que mayoritariamente ha borrado con el codo lo que en su juventud escribió con el cuerpo, el corazón y la mente.
El influyente escritor británico John Carlin, en un reciente artículo en El País de Madrid, reflexiona sobre esos comportamientos colectivos que, si bien parecen emerger de la bronca - comprensible mas no justificable- de quienes se sienten afectados por la presencia del “otro”, no reparan en las consecuencias y desoyen a la voz de la razón y de los expertos.
La “indignación” es un sentimiento dual: por un lado nos saca de la indiferencia rutinaria y egoísta para permitirnos ver la pobreza, la violencia y la injusticia, pero, por otro lado, puede llegar a embriagarnos con reacciones hormonales e irracionales, capaces de empeorar la situación. Su consecuencia es la punzante resaca, como la que vive hoy el Reino Unido.
El populismo demagógico sabe muy bien cómo aprovecharse de la indignación, cómo ofrecer un “cambio” sin ciencia ni conocimiento, apelando a los instintos de las masas. En Bolivia acabamos de ver esta situación con el endurecimiento de castigos y penas como panacea de la crisis de una justicia manoseada por los poderosos y de la anomia que permea nuestra sociedad. Ya lo advirtió Obama refiriéndose a un peligroso populista de su país: “La ignorancia no es una virtud”.
La espantosa crisis del chavismo, la corrupción del PT brasileño, las fechorías del kirchnerismo y las crecientes contradicciones del MAS son señales que deberían abrirnos los ojos sobre la necedad de las borracheras populistas. Aparentemente así lo han entendido los electores españoles que han rechazado los cantos de sirena de algunos fogosos líderes.
Que la globalización requiera de ajustes, nadie lo duda; que la Unión Europea deba recuperar los ideales que la vieron nacer, reduciendo la influencia del poder económico-financiero de las élites, es un imperativo; que la clase política deba reconquistar la legitimidad perdida por la corrupción y la improvisación, es innegable. Pero, al igual que en una familia en crisis, los problemas no se resuelven emborrachándose y lamentándose por el “chaqui” sino enfrentándolos desde adentro con valentía y conocimiento.