“Ya no hacen golpes ni marchas como antes”, comentó irónicamente un abuelo en referencia a recientes acontecimientos que generaron expectativa e incertidumbre en el país, demandaron al final unos cambios en el gabinete ministerial –¡oh, coincidencia!– y luego se desinflaron hasta casi perder todo sentido.
Sin embargo, esa manera melancólica de pensar los hechos de la política no es de lo que aquí se pretende hablar. Más bien se trata de intentar acercarse a una extraña y conservadora práctica que está siendo encarnada por el exgobernante que fugó (no que “huyó”, que es distinto) en 2019.
“Todo tiempo pasado fue mejor” suele ser el lema de los nostálgicos que prefieren trasladarse imaginariamente a algún punto del ayer tanto para compararlo con su situación actual –que siempre consideran inferior a lo que ya vivieron–, como para neutralizar o descartar de forma indirecta las posibilidades de futuro.
Pues bien, cuando esa fórmula la asume y aplica un actor o un sector político, lo que se tiene es que la propia política resulta concebida (y ejecutada) como añoranza, con las perversas consecuencias de que tal embeleso les aparta de la realidad, les enceguece y es capaz de llevarles al inmovilismo.
Creer que lo sucedido en algún momento –y que se había percibido, sentido o soñado como bueno e inclusive como óptimo– puede volver a repetirse con las mismas características que ya tuvo y, por ende, con efectos equivalentes, es desconocer que la dinámica social nunca está sujeta a “leyes” reiterativas y es ignorar que las condiciones históricas varían de modo inexorable de un tiempo y un lugar a otros, condición ésta que sí ha de ser vista como una regularidad.
Así, por ejemplo, más o menos desde la segunda mitad del siglo veinte, Bolivia atravesó por cinco etapas: la “nacionalista revolucionaria”, la “dictatorial-militar”, la “redemocratizadora”, la “neoliberal” y la “pachama-mística”. Esta última, que inventó una retórica de tono espiritualista sobre la Madre Tierra y su progenie, es la que ahora, en medio de sus estertores, pretende ser resucitada por quien fuera su abanderado discursivo. Pero es claro, para quien no se sume en el ensueño, que ninguna de tales etapas puede ser recobrable en los términos que definieron su existencia original, pues simplemente los mismos son irrepetibles.
Por lo tanto, los anuncios que se oyó hace pocos días acerca de “recuperar” el pasado para “salvar” al país resultan más bien contraproducentes, puesto que operan sobre la base de una fabulación, que es la de suponer que hubo una circunstancia ideal a la que no sólo es deseable sino imperativo volver, lineamiento que marcaría el camino necesario para superar cualquier dificultad presente.
Una mentalidad semejante, que considera ilusamente que nada más habría que recomponer lo que una vez existió –si es que existió–, es a todas luces una que carece de memoria y de entendimiento estratégico. Pero en este caso no es de sorprender, ya que es la que desde el gobierno dividió la historia nacional en dos únicos períodos, el “neoliberal” y el “plurinacional”, la que alimentó el viejo mito colonial del “buen salvaje” por el que no sólo afirmó que los pueblos precolombinos eran todos puros, nobles, buenos e igualitarios, sino que además dijo que sus actuales descendientes continúan dotados de las mismas virtudes porque sus culturas (“reserva moral de la humanidad”) se habrían mantenido intactas a pesar de más de 500 años de colonización y neocolonización.
Desde el punto de vista sociológico y político, esas interpretaciones son clasificables como milenaristas, es decir, como expresiones de credos cuasi religiosos que aseguran tener la llave para la redención definitiva e inevitable de determinadas colectividades, clave que sería inseparable de la restitución de un supuesto pasado feliz.
A lo largo de su historia, Bolivia ha estado plagada de “salvadores de la patria”, militares y civiles, que partieron de este mundo sin haber alcanzado su cometido de quererla regresar a un tiempo presuntamente dorado, llámesele como se le llame.
A la fecha, ante las múltiples evidencias de lo ocurrido antes y ahora en esta materia, queda apenas una certeza: querer convertir la nostalgia en política es simplemente un craso error y se lo debe evitar a toda costa.
El autor es especialista en comunicación y análisis político