FRANCESCO ZARATTI
Estoy convencido de que la humanidad ha construido su ética sobre la defensa de valores universales, como la vida, la propiedad, el honor - algo así como una “ética genética”-, a cuya base ha añadido otro bloque de preceptos (la “ética cultural”) relacionados con las especificidades propias de una determinada civilización (moral sexual, relaciones entre géneros, prescripciones higiénicas o dietéticas, etc.).
La diferencia entre los dos bloques es importante. La ley moral universal se ha afianzado a través de los millones de años que duró la evolución del homo sapiens y no es negociable ni modificable. A su vez, la ética cultural, resultado de la evolución social de los últimos miles de años, es un conjunto flexible, abierto, variable y adaptable, debido a la evolución de cada civilización, como también al inevitable choque de culturas.
Lo interesante de esta distinción es que la formulación de los mandamientos “culturales” de una civilización nos da pistas sobre las relaciones entre sus miembros. De hecho, entenderlos en su contexto nos impide pecar de anacrónicos o soberbios cuando juzgamos la moral de pueblos antiguos, pero nos revela también sus fallas morales. Unos ejemplos nos pueden ayudar a entender esta afirmación.
La Torah de Moisés, de la cual Israel estaba orgulloso, incluye los diez mandamientos y otros preceptos para hacer más llevadera la vida en comunidad de los israelitas. Esas normas vienen de Dios, según la Biblia, para que su observancia esté fuera de discusión. Colocar al nivel de “no matarás” el respeto a los padres o el no desear a la mujer del otro, muestra ciertamente un avance respecto a las normas universales, pero también las debilidades de ese pueblo. En efecto, es posible argüir que los varones, en esa cultura, fueran propensos a meterse con mujeres casadas o a abandonar a su suerte a los padres ancianos. En esos casos, bajo amenazas de terribles castigos individuales y colectivos, intervenía la ley divina para condenar esos pecados.
Siguiendo este razonamiento, en nuestras latitudes se dice que había tres preceptos originales y originarios: ama sua, ama llulla, ama quella; no seas ladrón, no seas mentiroso, no seas flojo. La falta de normas explicitas que prohíban matar, o robarse la mujer del otro, no implica, desde luego, que eso estuviera permitido, sino que no había necesidad de prohibirlo y que otros eran los defectos más comunes de la gente. Del mismo modo encontramos escritas de “Prohibido echar basura en esta esquina” en El Alto, pero no en Nueva York, por las razones que fueran.
Por tanto, los preceptos culturales, por más adoptados que sean por las NNUU, lejos de representar un orgullo nacional, son una señal inequívoca de debilidades de esas sociedades.
Un pecado común a muchas culturas es la mentira. Entre los judíos, para mantenernos en los dos ejemplos, más que la mentira se condenaba el “falso testimonio” que podía llevar a la condena de inocentes. Sobran episodios bíblicos al respecto y, de hecho, la condena a muerte de Jesús fue consecuencia de una falsa acusación. Análogamente, en la civilización andina la mentira tuvo que ser algo bien arraigado en los corazones de la gente, al grado que fue elevada a precepto fundamental.
En este contexto cabe preguntarse si los actores de la tragicomedia nacional sólo dicen mentiras coyunturales o son mentirosos sistémicos que usan la mentira como patrón de una conducta cultural que no repara en las consecuencias individuales y sociales de esos actos.
En fin, cuando escucho a esos personajes violar sin desparpajo su “ama llulla” y leo en las redes sociales tantos “falsos testimonios” extraño los castigos divinos prometidos a los mentirosos empedernidos.