GONZALO MENDIETA
El Papa Francisco es conocido fuera de la Iglesia por reformador -un conservador devenido en inesperado (pregúntenle si no a Rafael Puente) progre-, carismático, político, peronista -por tanto vertical y desconfiado de las élites latinoamericanas- e hincha de San Lorenzo. Se puede conjeturar si su personalidad insondable es debida la orden a la que pertenece, la Compañía de Jesús. Es sabido que los detractores de ésta han dejado huella hasta en el diccionario: la tercera acepción de jesuita es también taimado. En su descargo se puede alegar que es nada menos el Evangelio (Mt. 10:16) el que aconseja ser astutos como serpientes e inocentes como palomas, para que no nos destripen los lobos.
Francisco ha provocado una contienda por el alma de la Iglesia Católica, que incita formidables adhesiones y disensos. Es una circunstancia poco seguida entre nosotros, más ocupados de la indulgencia del Papa con Evo, su mediación fallida en Venezuela o sus muecas a Macri. Mal que les pese a muchos, la Iglesia Católica es influyente. Nadie que se tome en serio desdeña sus reflexiones, comenzando por Putin, pasando por Raúl Castro y concluyendo en Obama (o, penosamente, en Trump), incluso si ir a misa u orar no es lo suyo.
No es trivial por eso que Francisco despidiera (o no reeligiera) hace días al conservador Cardenal Müller, sucesor de Joseph Ratzinger como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, encargada de “promover y salvaguardar la doctrina sobre la fe y la moral en todo el mundo católico\". En síntesis, uno de los guardianes del alma de la Iglesia, capaz de reprender y callar a la disidencia o al vanguardismo.
Ese cargo pertenece ahora a otro jesuita, Luis Ladaria, quien ha dejado saber que coincide con Francisco, a diferencia del retirado Müller. A éste último no le hizo gracia, por ejemplo, que varias conferencias episcopales publicaran orientaciones sobre la absolución y comunión a los divorciados, derivadas de la exhortación apostólica del Papa, Amoris Laetitia. Por honesto o mal calculador, Müller deslizó su desacuerdo, y ha sido cesado.
Por decisiones duras como ésa, muchos juzgan crudamente a Francisco. Un provincial jesuita latinoamericano habría sostenido que Bergoglio “tiene un aura de espiritualidad que usa para obtener poder”, según uno de los biógrafos de Francisco, en un libro que se vende en la propia librería del Vaticano y no tiene visos de amarillismo. Como católicos, hay que cuidarse de la manía engreída de escandalizar. Pero estos temas interesan y pueden tratarse, como hacen ardiente y afectivamente muchos escritores católicos y medios de la Iglesia.
Hace meses, cuatro cardenales escribieron una dubia al Papa. Es una carta en la que le piden absolver sus dudas sobre Amoris Laetitia. Uno de los temas de fondo de este procedimiento excepcional es consultarle si, con sus tesis, Francisco sigue afirmando la existencia de normas morales absolutas, ese legado que la Iglesia debe custodiar. Ante el silencio del Papa, el mes pasado los mismos Cardenales le pidieron una audiencia para tratar sus dudas. Ellos argumentan que deben ayudar al Papa en el cuidado de la Iglesia, como manda el Derecho Canónico, aunque sea espinoso.
Entre la multitud de actores involucrados en esta contienda hay personalidades laicas, como el conservador católico y columnista del The New York Times, Ross Douthat. Hace un par de años éste preguntaba si la mayoría de los católicos estadounidenses, severos en la moral sexual (como muchos latinoamericanos en la moral social), no acabarían recurriendo al Papa emérito, Benedicto XVI, a causa del “liberalismo” de Francisco. Esa peligrosa insinuación motivó que el llamado “segundo jesuita más famoso del mundo”, el escritor y periodista James Martin S.J., sostuviera con Douthat un debate público punzante, pero respetuoso, en la revista America Magazine, de los jesuitas, de la que Martin es editor.
El Papa ha nombrado este año a James Martin consultor del Departamento de Comunicación del Vaticano. Semanas después, Martin sacudió a una parte del mundo católico, al publicar un libro que aboga construir un puente entre la Iglesia y la comunidad LGTBI. No faltó el escritor que enrostró a Martin inclinarse por una “visión terapéutica” de la religión, acomodada a las condiciones de cada quien, en la que la ley moral ni se menciona para no incomodar.
Sería sencillo ver ésta como otra querella entre progresistas heroicos y conservadores anacrónicos, como los que se miran el ombligo hacen al dividir el mundo a su favor. Al contrario, este debate parte de consideraciones ancladas en sofisticadas miradas del ser humano.
Los críticos del Papa sostienen que éste está sustituyendo la ley católica (la ley mosaica, la tradición y la doctrina de la Iglesia) por un método casuista, como es el discernimiento ignaciano. En palabras de otro jesuita, el profesor emérito de filosofía política de la Universidad de Georgetown, y reconocido filósofo tomista, James Schall S.J., Francisco podría acabar levantando una Iglesia subjetiva, en la que no haya modo de sostener reglas morales objetivas.
Schall no usa estas palabras, pero para él Francisco corre el riesgo de que la Iglesia absorba la moral secular prevaleciente y acabe convertida por ésta, sin nada propio que la distinga de las modas inauguradas en los años 60. Schall ha llegado a discurrir qué debería hacerse si surgiera un Papa herético, que abandonase la doctrina católica. Es un índice de lo crispado que está el ambiente.
Un inteligente intérprete de Francisco me decía que el discernimiento que Francisco propone no es para olvidar el mensaje cristiano, sino para hacerlo el centro (como el amor, hasta por el enemigo), incluso a costa de ciertas reglas injustas que la Iglesia deba cambiar, aunque demore. Son los ecos del Concilio Vaticano II y de cómo la Iglesia debe acercarse al mundo. Unos apuntan la necesidad de reconquistarlo para la fe, mitigando el rigor de las reglas; otros se alarman porque la Iglesia termine moldeada por la moral postmoderna.
En el centro está dilucidar ahora qué es, religiosamente, verdad revelada (Derecho Apodíctico), que la Iglesia no puede alterar, y qué es lo que en la religión puede mutar según tiempos, doctrinas y culturas (Derecho Casuístico), como ha ocurrido en el pasado.
El Papa tiene un plan, buscando ser una suerte de epígono de San Pablo, adversario de los infatuados por la letra de la ley. Mientras, sus fustigadores previenen que el mundo secular y su liberalismo a ultranza carcomen las sociedades occidentales, en un cóctel de hedonismo, egoísmo y nihilismo. Unos quieren reafirmar la tradición católica; Francisco, remozarla, enfatizando unos legados sobre otros.
Es un torneo de magníficas personalidades y doctrinas espirituales, filosóficas y morales. Se juegan grandes corrientes, pero en un tono contenido, por las cuidadas y afiladas maneras de la romanità, la tradición vaticana. Como para contrastarlo con la rampante estulticia y catadura de nuestras reyertas políticas locales.
Gonzalo Mendieta Romero