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Opinión

Indianistas y kataristas, un debate para darle (más) bola

9 de Diciembre, 2016
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GONZALO MENDIETA
De tanto escapar del bostezo, vino en mi auxilio el eco del cuarentañero debate de indianistas y kataristas. Ése que da mucho más de sí que los monótonos circunloquios de multiculturalistas/liberales; izquierdistas/derechistas; autoritarios y demócratas.

Del lado katarista, leí el mítico libro de Javier Hurtado, El Katarismo. Lo ha publicado con acierto el CIS de la Vicepresidencia en la Biblioteca del Bicentenario. (Da para pensar el país que tendríamos si todos obedeciéramos nuestra vocación primaria. El Vice sería un idóneo y apaciguado editor. Un oficio menos glamoroso que, a cambio, le permitiría ahorrar la gesticulación y la mala uva).

Volviendo al fallecido autor Hurtado, es algo pérfido evaluar su libro en su ausencia y a 30 años de su publicación. No obstante, El Katarismo es un estupendo testimonio, pero un texto político menor. Sea porque reincide en la pandemia esa de: los de mi lado son excelsos, casualmente a la inversa de los que me caen mal. O porque recorre trajinados tópicos de la izquierda: el reformismo es ñoñería, el horizonte es socialista, el arcoíris es comunitario y los indianistas, racistas.

Para ponerlo en (fallidas) tesis de sus páginas: Natusch fue un intento burgués de dotarse de un árbitro (?) y Guevara en 1979 fue impuesto por Víctor Paz (¿justo el que pensó en golpearlo a los tres meses?). O cuando arguye la falta de una “dirección a la altura de los acontecimientos”; al revés que Lora, para quien las masas nunca estaban a la altura del programa.

En el testimonio de esa época, en cambio, Hurtado perfila bien el espejito racista que empleaban la clase media progre y la izquierda, al igual que la abominada oligarquía. Como denunciaban kataristas e indianistas, el libro recuerda que los militantes de izquierda en la COB usaban tazas y sillones diferentes a los de los indios. Y Regis Debray era ensalzado, pese al tupé de soltar que los movimientos “indigenistas” eran “infrapolíticos”. Refrescando esos datos, el mea culpa por racismo debería reclutar hoy más penitentes que los que sindica la propaganda.

En su libro, Hurtado combate a los indianistas. Como precio por ese pugilato, atrae la típica maldición de obsesionarse con el enemigo: retratarlo para que el tiempo lo mejore. Si en la COB se discriminaba, ya no es reprochable que el MITKA, el partido indianista, deplorara el “internacionalismo blanco de la COB”.

Hurtado incurre también en saltos al vacío, como la afirmación -de tufo spenceriano- de la “superación metodológica y científica de planteamientos ‘indigenistas’ como los de Fausto Reinaga”. Es que el katarismo codiciaba una coalición mayor, con mestizos, criollos y asesores eclesiales. De ahí su lema conciliador, no reinaguista: “No creemos en la lucha de razas”.

El libro tiene hasta su porción (casi) profética: el indio “real”. Los kataristas no le hacían ascos a la tecnología y el saber (digamos que “occidental”). El pachamamismo luce casi inexistente, quizá por la menor presencia entonces de ONG y europeos prestos a compartir su bondad.

Al reinaguismo le atribuye “influencias anticomunistas, nacionalistas y movimientistas”. Y, sin saberlo, Hurtado sintetiza otra profecía, esta vez del indianismo, al acusarlo de que: “bajo (su) discurso milenarista de ‘socialismo incaico’ se asemeja más a una sociedad burguesa, pero india”.

La sociedad burguesa, pero india, ha tomado vuelo. Desde la izquierda katarista, Hurtado la temió. Pero llegó en alianza (¿temporal, táctica o durable?) con esa izquierda nacional-popular. Los empresarios aymaras, los llamados q’amiris, son tal vez ya -en esencia- indiferentes a ese pacto y a su discurso, pero les ven beneficios. Una burguesía nacional, pero india, se erige. Precisa menos doctorcitos -y tutores- que en la versión del MNR. Y de ese fenómeno la oposición ni se ocupa. He ahí otra ventaja del MAS.

No es una vía sin riesgos, como la feroz acumulación originaria del capital, pero es digna de atención. Más que los malabarismos de cualquiera que atrapa dos minutos de un noticiero de TV.

Por Gonzalo Mendieta Romero

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