
Conozco a Humberto Vacaflor hace años y tengo aprecio por su carácter y su carrera. Nuestra relación cae quizá en la categoría de las simpatías sin frecuentarse. Vacaflor es de los raros cultores de la ironía en el país. Y no hay muchos que tengan en su haber duelos con Gonzalo Sánchez de Lozada y Evo Morales en el zénit de su imperio. En circunstancias semejantes, otros callan o activan las papilas gustativas para adular mejor.
A la vez, no suscribo todo lo que Humberto dice o publica ni,
frecuentemente, su tono. Seguramente le pasa a él también con el contenido y
acento de lo mío, con todo derecho. Alguna vez hablamos, con cordialidad y cautela,
de algo que escribió que atañía a uno de los míos, caso en el cual no creo que estuviera
atinado. Me ha ocurrido también detectarle afirmaciones injustas no remediadas -¿habré
hecho lo mismo sin saberlo?-, así como aciertos memorables. Pero en el mundo de
la opinión no hay zares. Es preferible leer o escuchar lo que disgusta, que recluirse
en la traicionera egomanía.
Y es que no considero justo que el Presidente, personaje poderoso si lo hay,
lance un juicio contra Humberto Vacaflor, así fuera legalmente factible. Es
más, son escasas las chances de que la justicia brote de un enfrentamiento -nada
menos que judicial, en estas condiciones- entre un encumbrado y un ciudadano
sin influencia equivalente. Luce más como un acto de aleccionamiento.
Aleccionar desde el poderío no ayuda. Ni ahora ni cuando Goni encarceló a
Morales Dávila o Paz Estenssoro a Antonio Peredo. Llevar primacía al golpear no
suma al prestigio de la autoridad verdadera ni al respeto por el poder. En el
caso de Humberto, perjudican más que benefician al Gobierno y al Presidente las
advertencias, excedidas por amenazantes, en boca de servidores públicos.
Lo que escribo aquí no tiene connotaciones legales. Códigos y leyes tienen
su lugar, pero secundario frente a las reglas de convivencia de toda comunidad
que no quiera acabar como el arenal de unos señores de la guerra, con la
mayoría intentando acceder a un patrón fuerte que la proteja. Es un problema de
valores públicos. El poderoso no ha de estar a la caza de todo lo que lo fastidie,
aunque lo haya; no por extravagante la grandeza debe andar arrinconada como hoy,
incluso si no es valorada, no gana adhesiones ni renta tanto como remedar a un sargento
torpe con un recluta.
Acusar de haber quitado la vida a alguien es delicado, aunque temo que sea
una nimiedad entre las alevosas prácticas de nuestra camorra política. A pesar
de eso, no veo que el Gobierno sea capaz de tirar la primera piedra en estas
lides. Si vale la ciencia ficción, un examen de conciencia oficial -aunque fuera
al vuelo y sin remordimientos previos- no daría resultado positivo. Para
adivinarlo no se requiere un siquiatra, un sacerdote o un chamán, tipo el
Canciller.
Es más, en el Gobierno abundan los tácticos. A estas alturas ellos pueden percatarse
de que el debate originado en el juicio a Vacaflor no ha sido especialmente provechoso
para la figura presidencial. Como apuntó el Puka en su columna en Página Siete,
políticamente era mejor dejar pasar.
Situar el trance de Humberto Vacaflor en el plano moral y no en el legal permitiría
además zanjar disimuladamente otros entuertos del mismo género, de comisaría. Por
ejemplo, los que surgieron por ese tuit del Presidente, que decía: “…defienden
a Gary Prado, Gral. de dictadura, asesino del Che y separatista.” Y yo que suponíaque nada había que añadir a la columna de Carlos Mesa
sobre Gary Prado.
No es que viva persuadido por
los cuentos de igualdad que se venden en las manifestaciones, para consumo de
los juramentados. Pero si se va a ser inflexibles con Vacaflor, habría que madurar
qué demonios hacemos con el caso de Gary Prado, que no disparó el gatillo contra
el Che ni ordenó que se lo hiciera, que no lo asesinó, en suma. Hacerse los
suecos no combina con el país que hace diez años recibió la promesa de ser
Suiza. Salvo, claro, que se tratara de un desliz geográfico.