FRANCESCO ZARATTI
Desde mis primeros días en Bolivia aprendí de la gente sencilla de El Alto una gran verdad: en una discusión o debate no hay que perder los estribos, ni enojarse, menos levantar la voz. Aunque uno crea tener la razón, más aún si la tiene, no ayuda a la causa que uno defiende vociferar contra el interlocutor. Peor aún si uno cree que con esa actitud infundirá miedo, el resultado será todo lo contrario; la agresividad revelará el miedo a confrontar ideas y analizar civilizadamente la disputa.
Esa reacción la vi reflejada en la cara de muchos asambleístas durante la interpelación del ministro Juan Ramón Quintana, llamado a responder a un acto democrático de fiscalización de la oposición sobre un tema de actualidad e interés del país, pero que el ministro utilizó para pronunciar una “filípica” fuera de medida y de lugar.
No hay dudas de que el ministro, al pasar de interpelado a interpelante y de censurable a censor, optó por intimidar a todos los que se le ponen al frente. Intimidar a los asambleístas de la oposición para impedir que hagan el trabajo para el cual fueron elegidos por una parte de la población que el ministro desearía que no existiera.
Intimidar a los medios de comunicación que aún no están bajo el control gubernamental, sólo por el afán de informar críticamente y poner la libertad de prensa al servicio de una ciudadanía que ha rechazado, mayoritariamente, la ambición continuista de los actuales mandatarios. Intimidar a valientes periodistas quienes, a su manera, ejercen el derecho a disentir como “perros” (como dijo una hiena). Intimidar a la Iglesia Católica, que defiende valores y principios de respeto y dignidad y que posee varios medios de comunicación, pero, para información del ministro, no radio ERBOL. Intimidar a los operadores de la justicia, especialmente a los abogados que aún tienen conciencia de su profesión, porque de fiscales y jueces no puede exigir mayor obsecuencia que la actual.
Y sin embargo, como mencioné líneas arriba, con su actitud el ministro manifestó sus miedos.
Miedo no a que se encuentre el celular dizque extraviado, sino a perder el poder, con todas las consecuencias que ello conlleva, como se ve en Argentina con Cristina y sus acólitos, en Brasil con Lula y su partido corrupto y, como pronto se verá en Venezuela, con lo peor del chavismo, una vez desplazado el “loco como una cabra” (Pepe Mujica dixit). Miedo a que salga a la luz mucho más de lo que el “Zapatazo” ha insinuado. Miedo a tener que responder ante una justicia no intimidada sobre las muchas acusaciones que han recaído sobre él, porque - esto también lo aprendí - en Bolivia todo se sabe, antes o después.
¡Si tan sólo el ministro aludido hiciera bien su trabajo para el cual se le paga, cosa que no hizo con el vergonzoso (en la forma y contenido) “decreto dinamitero” o con el control de los visitante de las reparticiones de su Ministerio! A propósito, ¿no llama acaso la atención la denuncia de Cristina Choque (en mi opinión la testigo más confiable del “reparto de la mentira”) sobre reuniones no desmentidas entre abogados y fiscales del caso Porvenir (caso en el cual Quintana tiene mucho que ver) en la oficina a cargo de Choque? ¿Para qué? ¿Para redactar la sentencia anunciada?
Siento mucha pena por los ministros que aún mantienen una cierta decencia, al igual que por muchos simpatizantes del proceso de cambio que andan callados y avergonzados por no poder expresar abiertamente su desacuerdo con las actitudes beligerantes de quienes están acelerando el desprestigio de ese proyecto.
Se dice que el primer amor nunca se olvida. ¿Será el caso del ministro de marras con la infame Escuela de las Américas?