
El incendio que ha dañado sustancialmente a la Catedral de Notre Dame, (en realidad no se necesita añadir ese “de Paris”), ha causado también unas cuantas fogatas en las redes sociales, por un lado los solidarios con ese desastre desde el punto de vista de un patrimonio arquitectónico de primer rango, por el otro, los románticos que han recordado sus viajes parisinos, sus sueños, o sus añoranzas, y los curisis que han hecho lo mismo, están también, los que han saltado a criticar a todos, algunos por razones pueriles, y otros porque pese a la buena intención de quienes han ofrecido millonarias donaciones, estas propuestas resultan ante los ojos del mortal común como obscenas.
No ha faltado en nuestro medio el que ha querido equiparar lo acontecido el pasado martes con los daños debido al tiempo y descuido que sufren las modestas iglesias del altiplano boliviano, que por más interesantes y bellas, no se pueden en cuanto a obras arquitectónicos, ni en cuanto a su importancia simbólica, colocar al lado de la Matriz Parisina.
Aunque la Iglesia que ha sido arrasada por el fuego no es el ejemplo más importante del gótico tardío, es sin lugar a dudas, una construcción espectacular. Su valor como iglesia católica más importante de Francia, y una de las más importantes de Europa, y por ende del catolicismo y del cristianismo, tiene que conmover a los creyentes, y esto no necesita ser compartido por quienes pertenecen a otros sistemas de creencias (incluidos cierto tipo de ateos y de militantes políticos).
Eso sí, desde un punto arqueológico, desde el estudio del pasado a partir de la arquitectura, de los edificios arquitectónicos del pasado, la maravillosa Catedral de la Isla de la Cité, aprovechando la ocasión tiene que llamarnos a algunas reflexiones sobre los lugares comunes a los que estamos acostumbrados para conocer y entender la historia. Uno de esos lugares comunes, es etiquetar a la llamada edad media como un período de tremendo oscurantismo, un episodio intrascendente y sin luces, entre las glorias romanas y las del renacimiento. Y he ahí que con lo que nos topamos en esos oscuros momentos es con edificios construidos, con una dedicación, una capacidad de cálculo, un arrojo, una capacidad organizativa que busca su igual en cualquier período histórico. Si bien los 69 metros de altura de las torres, y los 96 metros de altura de la aguja de Notre Dame quedan chicos al lado de los 161 de Ulm, los 157 de Colonia, o los 136 de San Esteban en Viena, no dejan de ser imponentes, equivalen a unos 23 pisos en un edificio moderno.
¿Qué tiene que ver esa realidad histórica con nosotros en este fin de mundo en medio de los Andes? Más de lo que podemos imaginar, en parte, porque querámoslo o no, somos parte de esa historia, por angas o por mangas, y porque en nuestra propia historia local, también, se reproduce esa visión de intermedio oscuro e intrascendente entre dos supuestas épocas gloriosas, vale decir, el período virreinal, entre el incario, y la república (aclaremos que el Estado plurinacional es solo una deformación tardía de la república).
En esta parte del mundo también tenemos nuestra “Notre Dame”, que no es Curahuara de Carangas, sino la catedral del Cusco, la Basílica de Nuestra Señora de la Asunción, construida entre 1559 y 1659, tiemblo al pensar que algún día el fuego pudiera lastimarla, (y no se crea que la altura, por la falta de oxígeno la podría salvar, hace un poco más de un año se incendió la Iglesia de San Sebastián de la misma ciudad.
La Catedral del Cusco, así como muchas otras obras arquitectónicas de su época puede también hacernos entender de mejor manera ese periodo oscurecido por la historia republicana.
Agustín Echalar es operador de turismo