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Opinión

Colón

18 de Octubre, 2020
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AGUSTÍN ECHALAR ASCARRUNZ

El lunes pasado, un grupo de personas desaforadas, comandadas por una señora que cada día da mayores muestras de estar más allá de la razón, han echado pintura roja sobre la marmórea estatua de Colón, que fue regalada por la colonia italiana afincada en La Paz, al conmemorarse el primer centenario de la República, y que adorna el ahora un tanto venido a menos paseo del Prado de La Paz.  El acto ha tenido mucho de colonial, en el sentido de que ha respondido con prontitud al último grito de la moda en capitales europeas y norteamericanas, llama la atención la falta de originalidad, y el servilismo a tendencias del primer mundo.

Quien conoce un poco la biografía de Colón, solo puede sentir una cierta simpatía por un hombre que es mitad un aventurero, mitad un gran emprendedor, con algo de embuste, y con enormes ansias de aventura, gloria, fortuna, y prestigio social. Un hombre cuyo origen familiar se pierde, por interés suyo propio, al extremo de que no se sabe a ciencia cierta donde nació. Un hombre exitoso sin estirpe, es ya digno de mencionar en nuestros días, el selfmademan, americano, pero uno en el siglo XV, solo puede fascinar.

Tiene que haber sido alguien muy despierto, y de increíbles agallas, aprender de cartografía, de navegación, aprender el latin, sin ir a una universidad, solo puede hacerlo simpático, hasta para nuestros estándares. Es obvio que esas características no lo hacen acreedor de un monumento, aunque bajo ningún punto de vista, lo hacen un ser abyecto.

La importancia de Colón, es que gracias a sus características, a su empuje, hizo algo que verdaderamente cambió el mundo, y es posible que no haya una acción, una expedición en la historia que haya sido tan determinante, Lo fue para Europa, para el continente que hoy llamamos América, para el África, e indirectamente para el Asia. Y este cambio no fue una aberración, sino un paso positivo, casi en todo los aspectos.

Quienes nacimos en esta parte del mundo, no podemos renegar del llamado descubrimiento, de la conquista, de la creación del imperio español, ni como descendientes de españoles, ni como descendientes de los indígenas de entonces, que somos casi todos. Simplemente no existiríamos de no haber sido por el coraje de ese hombre, y por el apoyo que recibió de sus gobernantes. Y nos debemos querer lo suficiente, como para no creer que somos un error de la historia.

La conquista no fue tan atroz como se la pinta, porque no destruyo ningún paraíso, como lo pintó Bartolomé de las Casas, (quien fue, dicho sea de paso, el primer biógrafo de Colón, por encargo de su hijo Diego), fue en el mejor de los casos un recambio de élites, el pueblo, los pobres, los oprimidos, la tuvieron tan mal antes o después de la conquista, aunque es posible que su situación hubiera sido algo más protegida bajo el imperio de los Austrias, que bajo los Yupanquis.

Los grandes perdedores de la conquista, no fueron ni siquiera los nobles de los grandes imperios prehispánicos, sino los sacerdotes, que no tenían ninguna especial sabiduría, sino que detentaban una parte importante del poder, de la misma manera como lo hizo después la Iglesia católica.  

Renegar de una parte de nuestros genes, tanto biológicos como culturales es tremendamente perverso y es políticamente insostenible, de ahí que la descolonización, la deshispanización es solo posible en teorías totalmente abstractas.

El futuro de Bolivia está en la toma de conciencia real de las dos vertientes culturales de las que somos producto, y con la superación de las taras que estas vertientes nos han transmitido, empezando por supuesto con el racismo.

La historia del siglo XVI es fascinante, en Europa y aquí. Somos parte del imperio español, con todas sus sombras, y sus luces. Ensañarse con las estatuas de los protagonistas de un momento histórico tan especial, es cosa de ignorantes, y por lo menos en un caso, con alguien que quizás deberían pasar una temporada en el hotel Pacheco de la capital. 

Agustín Echalar es operador de turismo

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