
La Paz, 30 de abril de 2025 (ANF).- El transcurso del tiempo en el penal de San Pedro duele para quienes tienen una culpa que cargar, pero mucho más para quienes no la tienen. Gonzalo Chura Mamani, de oficio albañil, despierta con ese dolor desde hace más de nueve años.
Fue condenado en octubre de 2017 por el Tribunal de Sentencia Anticorrupción y contra la Violencia hacia la Mujer de La Paz. El delito: violación. La pena: 20 años. Las pruebas: ninguna en su contra. “Soy inocente”, repite con voz firme.
La sentencia, de la mano de los jueces José Luis Quiroga Flores y Patricia Aguilar Aguilar, se construyó sobre una única declaración. Una versión. Un relato sin respaldo científico. Las pericias del Instituto de Investigaciones Forenses (IDIF) lo exoneraban. Pero eso no bastó.
“Me sentenciaron con todas las pruebas a mi favor, me condenaron injustamente”, dice Gonzalo. Habla sin odio, pero con una tristeza profunda.
Tras el fallo, apeló. Lo hizo con la esperanza de que la justicia revisara el expediente, leyera los informes forenses, escuchara su voz. Pero la Sala ratificó la condena. No hubo duda para los jueces. Solo el peso de una declaración bastó para sellar su destino.
“Fui a la casación, luché hasta llegar al Tribunal Supremo en Sucre, pero en 2023, otra vez, me dieron la espalda”, cuenta. Cada rechazo fue un martillazo. Cada sentencia, una atadura mayor a la injusticia.
Un informe del Instituto de Terapia e Investigación de la Tortura (ITEI) concluyó que Gonzalo fue sentenciado sin existir evidencias en su contra, por el contrario, las pruebas lo absolvían. Recomendó la anulación de su condena y su liberación y el pago de daños directos correspondientes a los gastos por su defensa legal por un “proceso judicial sin fundamento jurídico”. La respuesta fue el silencio de los jueces.
En prisión, el tiempo no pasa: se estanca. Y la espera, cuando se es inocente, se convierte en una forma de tortura. “Es muy duro vivir encerrado con el pensamiento de que no hice nada”, confiesa. “Diez años de mi vida se han ido sin sentido”.
Lo más doloroso, asegura, fue leer la resolución de la casación, la última instancia, que llegó de Sucre. “Pensé que me darían la razón, que me absolverían, pero fue un golpe muy fuerte para mí, para mi madre, para toda mi familia que tanto luchó por mi libertad”, lamenta.
El sistema judicial, dice, no solo le quitó la libertad: lo despojó de su dignidad. Tenía proyectos, sueños, todo se derrumbó. “Los jueces superiores no valoraron nada, para ellos, mi palabra no vale, yo no valgo nada”, expresa.
Gonzalo no se ahorra adjetivos cuando habla de la justicia. Ve una justicia corrupta, oportunista, de funcionarios que se rinden al dinero y encarcelan a los inocentes sin pruebas. Una justicia que se ha ganado a pulso su descrédito. “La justicia en Bolivia no existe. Al menos para quienes no tenemos dinero”, dice.
Su caso no es aislado. Pero él lo vive en carne propia. Lo respira en cada día de encierro. “Me juzgaron como si fuera lo peor de lo peor, no me dieron la oportunidad de defenderme en libertad”.
Antes de todo esto, era albañil. Levantaba muros, techos, casas. Hoy, sobrevive entre paredes que no construyó, pagando una factura muy alta. “Perdí mi núcleo social, ahora estoy solo, mi familia está desprotegida por una falsa denuncia”.
En San Pedro aprendió a vivir sin recursos, sin apoyo. Aprendió a resistir. Pero la angustia no se aprende, se padece. Gonzalo lleva el semblante siempre erguido, pero con una mirada empozada de tristeza.
Pese al encarcelamiento inhumano, que caracteriza a las cárceles bolivianas, dice que informales terapias psicológicas que recibió, le ayudaron a sobrellevar la desesperanza. “Me pregunto cuándo saldré, cuándo me devolverán mi libertad”.
Su fe se ha desplazado. Ya no cree en el sistema de justicia, del que solo recibió puñaladas. Cree en algo más alto. En algo que le ha dado esperanzas en sus momentos de insondable soledad. “Solo me queda la justicia de Dios, es la única que no se compra”, expresa.
Con el tiempo, dice, aprendió a sobrevivir al abuso judicial, que solo acusa, juzga, encierra y olvida. Su historia es una historia de abandono.
A veces, sueña con volver a empezar. Siendo libre se ve ayudando a su familia, a su hijo, a su madre, quien se quitó hasta el alimento que se llevaba a la boca por pagar su defensa. Ella, de 75 años, aún tiene la esperanza de ver a su hijo libre, antes de morir.
Gonzalo no quiere compasión. Quiere justicia. “La vida es una sola y a mí me tocó este sufrimiento, pero tengo que seguir adelante”, dice.
Sus palabras no suenan a derrota, sino a resistencia. Una resistencia silenciosa, cotidiana, que no sale en los titulares ni en los informes oficiales.
Siente que la justicia boliviana le falló, la sociedad también. “Nadie escuchó mi verdad”, dice. Y en su voz hay una mezcla de amargura y determinación.
Gonzalo no tiene abogados mediáticos ni campañas en redes sociales. Tiene su palabra. Su historia. Y el peso de una condena que no merece.
La injusticia, en Bolivia, tiene nombre, rostro y cédula de identidad. A veces se disfraza de legalidad, pero deja víctimas reales. Gonzalo es una de ellas.
“No pedí privilegios, solo pedí justicia”, dice al final, pero en Bolivia la justicia llega tarde o no llega nunca.
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