VICTOR CODINA S.J.
Continuamos la serie de reflexiones sobre el aniversario de la Reforma. El autor considera que la división de las iglesias Católica y Protestante fue un pecado “del que todos debemos pedir perdón a Dios”.
En octubre de 2017 se cumplen 500 años de las 95 tesis sobre las indulgencias que Lutero plantó en la puerta de la iglesia de Wittenberg.
Desde entonces ha habido una gran evolución dentro de los historiadores y pensadores católicos acerca de Lutero. Se ha pasado de considerarlo un temible heresiarca a reconocer en él a un hombre de una profunda experiencia espiritual que no pretendió separarse de Roma ni crear una iglesia independiente, sino que quería reformar la Iglesia de Jesús y devolverla al evangelio y a la cruz.
El cardenal Willebrands afirmó ante la Federación Luterana en Evian, en 1970, cinco años después de la finalización del Concilio Vaticano II, que Lutero era una personalidad profundamente religiosa que había buscado la fidelidad al mensaje evangélico y lo llamó \"nuestro maestro común”.
Para comprender a Lutero hay que tener en cuenta tanto su rica y compleja personalidad como el momento histórico que le tocó vivir.
¿Quién era?
Lutero era una persona profunda y apasionadamente religiosa, que buscaba existencialmente su salvación, su relación con Dios. Su reflexión no es escolástica ni esencialista sino teologal, desde Dios y Su Palabra. Su pensamiento se centra en Cristo, su Salvador, su Redentor. Es amante de las paradojas y su lenguaje une términos opuestos y aparentemente contradictorios: ser simultáneamente justo y pecador, ley y evangelio, el Reino de Dios y el reino temporal, la Iglesia visible e invisible, libertad sierva y servicio libre. Lutero se centra en lo esencial sin preocuparse de matizaciones y precisiones posteriores. Es un chorro de luz potente en medio de la oscuridad de la noche.
Pero esta rica y apasionada personalidad vive en un momento histórico muy especial, el \"otoño de la Edad Media” (Huizinga), la baja Edad Media, cuando la Iglesia atraviesa una época convulsa y decadente, con guerras y pestes, ignorancia religiosa y moral, cismas, en medio de un pueblo cargado del miedo al demonio, lleno de supersticiones y devociones poco fundamentadas.
Y todo ello con un papado mucho más interesado en sus luchas y ambiciones políticas y en el arte renacentista de sus templos y palacios que en la pastoral y la salud del pueblo.
En este clima, Lutero, angustiado por su propia salvación, descubre en una profunda iluminación que sólo la gracia misericordiosa de Dios es la que salva, que Jesús es el único Mediador y que por tanto, la Palabra de Dios ha de tener un mayor realce en la vida de la Iglesia.
Consecuentemente, frente a una teología escolástica decadente, Lutero reafirma la prioridad absoluta de la Escritura; frente al abuso y exceso de devociones sin un auténtico fundamento, Lutero proclama la centralidad de Cristo; frente a la excesiva preocupación y confianza de muchos cristianos en sus propios méritos, Lutero reconoce que sólo nos salva y justifica la gracia y la fe en un Dios salvador; frente a una Iglesia triunfalista, clerical y decadente, Lutero llama a una reforma de la Iglesia, la vuelta al Evangelio y a la cruz de Jesús. Hay también en Lutero un llamado a la libertad y a la conciencia personal.
Las reacciones, antes y ahora
Este deseo sincero y profundo de conversión no pudo ser comprendido ni aceptado por la cúpula romana que lo percibió como una peligrosa ruptura con la tradición eclesial. Tanto las limitaciones personales y el carácter apasionado de Lutero como la poca sensibilidad y el miedo de Roma a un nuevo cisma, impidieron un diálogo fructuoso y constructivo, y lo que podía haber sido un principio de renovación y de reforma evangélica de la Iglesia, se convirtió en una separación y una ruptura dolorosa que todos hoy lamentamos y de la que todos hemos de pedir perdón a Dios.
Hoy, 500 años después, nos sentimos llamados a pasar de la condena al diálogo y de la confrontación a la reconciliación, del pesimismo ante la separación a la búsqueda conjunta de la unidad ecuménica que Jesús deseó y pidió para sus discípulos.
En este proceso de acercamiento ha jugado un papel muy importante el movimiento ecuménico que, suscitado por el Espíritu, movió a los cristianos de diferentes iglesias a buscar la unidad perdida. También el Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII, reconoció una serie de elementos que Lutero había reclamado: la supremacía de la Palabra, el sacerdocio de todos los fieles, la centralidad del bautismo en la vida cristiana y religiosa, la urgencia de una renovación litúrgica (importancia de la Palabra, pasar del latín al lenguaje del pueblo, la comunión bajo las dos especies…) y en fin, el reconocer que la Iglesia necesita una continua reforma.
Ecumenismo
Más aún, desde el Vaticano II la Iglesia Católica abraza a todos los bautizados en Cristo como hermanos en el Señor y reconoce los frutos de gracia, de santidad y de martirio que el Espíritu del Señor ha derramado en sus Iglesias.
Esta actitud ecuménica y de acercamiento encuentra apoyo y respaldo en el pontificado de Francisco que, retomando el impulso del Vaticano II, desea reformar la Iglesia, el papado, la curia, el clero y todos los fieles y volver a la centralidad y a la alegría del evangelio. El viaje de Francisco a Lund, Suecia, al comienzo del año conmemorativo de la Reforma, es un testimonio claro del cambio de rumbo eclesial en torno a Lutero y del deseo de acercamiento, diálogo y enriquecimiento mutuo, en camino hacia la plena unidad.
Una fe y un bautismo común deben llevarnos a trabajar por la unidad, respetando las legítimas diversidades, juntos proclamar el evangelio de salvación al mundo y trabajar por la paz y la justicia, acoger a los refugiados, defender la integridad de la creación de todos los ataques de una mentalidad expoliadora, propia del paradigma tecnocrático.
Quisiera acabar esta reflexión con un aporte narrativo y aterrizado, con una breve anécdota histórica. Recuerdo que un día, hablando con monseñor Julio Terrazas, arzobispo y luego cardenal de Santa Cruz, me dijo con una sonrisa entre bondadosa y chistosa una ocurrencia que, a pesar de los años transcurridos, no he podido olvidar: \"Lutero tendría que venir una semana a Bolivia”. Sin comentarios.
Por Víctor Codina, S.J.