
Durante mi última visita a Berlín me llamó la atención algo ocurrido en el tren interurbano (U Bahn como le llaman aquí) que me dio algunas pistas para mis cavilaciones sobre la maternidad alemana. Quizás los lectores piensen que el ser madre es un hecho universal y qué más da el lugar donde esto ocurre. En mi calidad de madre de dos niños que han pasado aquí una parte de su escolarización, estoy convencida de que no hay un acto más cultural que la maternidad, lleno de rituales, mitos, procedimientos específicos e incluso, en el caso alemán, de una tecnología. Pues bien, relataré primero lo ocurrido en el tren para, luego, lanzar algunas conclusiones.
Era un viernes al final de la tarde, cuando las estaciones están repletas de gente impaciente que atesta los vagones de manera que no hay otra que apretujarse entre viejos taciturnos, jóvenes con botellas de cerveza en la mano, mujeres adultas despeinadas y otras con labios rojo carmesí y extranjeros, casi todos volcados sobre sus androides. Allá, había una mujer alemana con tres niños, cosa inusual en este país por la hora y, más aún, teniendo en cuenta que el 70% de los hogares no tienen hijos, que el 40% de las mujeres entre los 29 y 49 años no son madres, y cuando tener un hijo único, si es que decidieron ser madres, es la regla.
Esa madre joven llevaba tres niños entre 1 a 5 años. Yo los acompañé con la mirada durante cinco estaciones, hasta llegar a la Estación Central. Vi que ella los atendía con abnegación y con una sonrisa dulce apenas alterada por el tren que nos sacudía; los niños no estaban apoyados sino que eran las personas alrededor que hacían las veces de apoyo involuntario. En eso, yo me hice a un lado para que la madre pudiera ver el barrote libre del cual se podrían apoyar, pero ella no percibió mi ademán y tampoco buscó seguridad. Me alucinó verdaderamente que en esas condiciones el rostro dulce y atentísimo de la madre siguiera así mientras les iba alcanzando a sus pequeños nueces, pasas y galletas.
Y yo, a un metro escaso de la escena, pude mirar de forma impune; justo lo que no se debe hacer porque una mirada directa al rostro es cosa peliaguda. Aquí hay que mirar como si se pretendiera no mirar o, no mirar en absoluto. Eso sí, cuando uno comete un error o una infracción, todas las miradas se vuelven representantes mismas de algún poder sancionador y moralista.
Pues bien, yo estaba cerca y observaba: madre suave, atenta y aparentemente plena, en todo caso impávida, como si no estuviera en el tren atestado en plenísimo Berlín, sino en su propia casa. Y como ella estaba inclinada hacia los muchachitos yo podía seguir cada movimiento con la mirada. El tren nos sacudía y giraba con algo de brusquedad pero la madre fingía como si nada pasara aún cuando los niños parados (y el pequeño en un cochecito) se movían como wayroncos de un lado al otro. La madre seguía sonriendo, susurrando y alimentándolos como si hubiera decidido declarar silenciosamente un mantram: Estoy rodeada de enemigos, hombres y mujeres jóvenes, que están impacientes por ir al bar y beber y bailar en una danza que yo no puedo acompañar pero yo estoy feliz, muy feliz; tanto que nadie existe, sólo yo y mis niños. Nada más existe en el mundo.
A esto, la niña, de unos cinco años estuvo a punto de caerse y, a su lado, una mujer bastante delgada de unos 50 años con un rostro claramente extranjero la sostuvo con sus brazos con la intención de detener su caída. Mientras tanto, la madre amantísima jamás miró el rostro de esa mujer y no le dedicó ni una palabra de agradecimiento cuando ella tuvo que bajar. Yo también me bajé con la mente todavía puesta en esa extraña sucesión de ademanes femeninos.
Esa escena del tren hubiera sido casi idílica si no hubiera entado en ella la mujer extranjera. Su acción protectora y espontánea hacía evidente que los niños no viajaban “perfectamente” y el hecho de que la madre hubiera fingido que ella no existía, me turbó. Todos los demás, al igual que yo, pretendíamos que ese gentío apretujado en realidad eran nadies incluyendo la madre con los tres críos.
En este hecho fortuito en Berlín, veo la confirmación de algunas de mis cavilaciones. La maternidad en Alemania es cosa solemne ¿quizás por la excepcionalidad de la misma maternidad? ¿quizás el mito del nacional socialismo (1929-1945) dejó sus profundas huellas sobre las mujeres-madres procreadoras de una supuesta raza superior? En todo caso, hay una exigencia de ser la madre perfecta que lo que hace no es precisamente “criar niños” sino que desempeña un trabajo y en ese desempeño debe rendir cuentas de buenos resultados. Como todo trabajo, cumple con una agenda que es llenada escrupulosamente con actividades. Hacer coincidir todo, a manera de cronometración entre lactancia, lavado de ropa, paseos para que los niños tomen aire (asunto realmente serio en Alemania), compras, además de compaginar las visitas a los médicos (asunto cuasi religioso), citas en el naturista y, en medio, la preparación de los alimentos es realmente de una profesionalidad hierática. Todo este portafolio es desagregado, clasificado y puesto en un orden de prioridades para que una tarea sea seguida lógicamente por la otra y, así sucesivamente.
Vuelvo a la madre del tren, aunque ella bien puede ser todas las madres de este país; ella, falsamente relajada, confía en sus instituciones y debe transmitir esa seguridad a sus hijos. Algo así como si les dijera: -No pasa nada, todo es perfecto, llegaremos muy bien a casa; no hay peligro ni en las calles ni en el tren. Es verdad que los extranjeros infunden temor a este pueblo vigoroso e ingenuo, pero se sabe que en casos de peligro habrá siempre un agente de policía que los defenderá.
Me bajé del tren agotada como si yo hubiera interpretado el falso papel de una madre feliz. Comprendí, al cabo de algunos minutos, que escenas similares ya había presenciado en el supermercado, en el colegio y en los parques y bibliotecas públicas: una maternidad en tensión, en agotamiento por sus esfuerzos de mostrar y ser autosuficiente.
El máximo valor alemán es la autonomía, muy acorde al individualismo del cual los alemanes están orgullosos: “Yo resuelvo mis problemas, no necesito a nadie, salvo al Estado y a las instituciones públicas” lo repiten así y actúan conforme a esa máxima. El Estado, el individuo y la familia nuclear son el trío por excelencia de la modernidad alemana. Pero este es un Estado que aún cuando subvenciona fuertemente a las madres con euros 1.400 por cada niño nacido, durante 14 meses, no está dispuesto a proveer servicios públicos de guarderías porque piensa verdaderamente que nadie cuidará a los niños mejor que una madre. Ergo, ser madre es jodido porque, encima, la familia usualmente no vive cerca para dar auxilio y el servicio privado de cuidados es inaccesible para la mayoría.
En este cuadro, no caben relaciones de la familia extendida, ni relaciones de vecindad y menos aún entre paisanos o comadres. Así, la maternidad es un hecho en soledad, tan profesionalmente desempeñado como desolador. La fuente de información para resolver problemas de crianza, no son ni sus madres ni sus abuelas, porque acudir a ellas sería repetir un pasado que las madres modernas no quieren ni nombrar. En la medida en que la maternidad es un “oficio” o una suerte de “profesión” llevada y concebida con seriedad, se alimenta de literatura especializada. De ahí es que las librerías ofrezcan toda clase de literatura desde cómo abrazar y cuántas veces al día, nutrición infantil con los últimos concejos de investigadores, hasta la postura adecuada para amamantar recomendada por profesionales del rubro.
En esos quehaceres y soledades, imagino madres exhaustas aunque sin quejarse, salvo a sus médicos o terapeutas, quienes suelen recomendar viajes de recreo (Mutter-Kind-Kur) para apaciguar a las madres depresivas. Como boliviana, no puedo más que sorprenderme por la tremenda desolación de esas mujeres que han renunciado a sus profesiones; a ser empresarias o estudiantes. Despojadas de joyas y de maquillaje una madre alemana se ha propuesto suspender la vida.
Fuera de la estación pasan por mi lado niños desbocados y ruidosos (salvajes se los llama aquí) que son seguidos por una tropa de mujeres de todas las edades, seguramente tías, abuelas, amigas y, entre ellas, la madre; son, sin lugar a dudas, una familia turca o kurda o iraní. Las madres alemanas están ahora en sus casas moviendo todo el equipamiento para cumplir adecuada y seriamente su labor maternal.