MIGUEL MANZANERA, S.J.
El 2° domingo de Cuaresma la Iglesia Católica presenta en el evangelio de la Misa la “Transfiguración del Señor”. Esta fiesta se celebra con mayor esplendor el 6 de agosto. Aunque para muchas personas pase desapercibida, tiene un profundo significado humano y religioso. El relato histórico está escena á narrado en los evangelios sinópticos (Mateo 17,1-9).
Jesús, acompañado por sus tres apóstoles más queridos, Pedro, Santiago y Juan, subió a orar a un montículo, identificado por la tradición religiosa con el monte Tabor de unos 575 ms. de altitud, no muy lejos de Nazaret y a unos 17 kilómetros al oeste del Mar de Galilea. Al llegar a la cima Jesús se transfiguró. Su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. Los tres apóstoles, totalmente asustados, contemplaban esa visión.
A ambos lados de Jesús y conversando con él, aparecieron Moisés y Elías, dos personas emblemáticas en la historia del pueblo de Israel. Moisés recibió de Dios las tablas de la Ley con los diez mandamientos y fue elegido para liberar al pueblo de Israel de la esclavitud del faraón de Egipto (Éxodo 15,1-20). Elías combatió contra la idolatría promovida por los falsos sacerdotes de Baal. En un carro de fuego fue llevado al cielo, mientras que Eliseo y otros discípulos suyos esperaban su regreso (Reyes 2,11).
Estando los apóstoles contemplando a Jesús con Moisés y Elías una nube luminosa cubrió con su sombra a los tres apóstoles, dejándolos aterrados. Desde la nube se oyó una voz potente: “Este es mi Hijo amado en quien me complazco. ¡Escúchenle!”. Los discípulos, llenos de miedo, cayeron rostro en tierra. Pero, después de un tiempo, Jesús tocándoles les dijo: “¡Levántense y no teman!”. Ellos se levantaron pero no vieron a nadie más que a Jesús, quien, al bajar del monte tajantemente les prohibió: “No cuenten a nadie esta visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”.
Esta escena milagrosa se explica en la vida de Jesús, quien ya sabía que los sumos sacerdotes, los escribas y los fariseos estaban confabulando contra él. Presentía que se acercaba su pasión y crucifixión y por eso quiso fortalecer en la fe a estos tres apóstoles para que cuando llegase la muerte de Jesús transmitiesen el relato de la transfiguración a los demás discípulos fortaleciendo así la fe de la incipiente comunidad de la Iglesia.
Entre los tres videntes el apóstol más decidido a defender a Jesús era Simón, quien recibió del Maestro el sobrenombre hebreo de Cefas, en latín Petrus, que significa roca o piedra. Sobre ella Jesús quiso construir su Iglesia para resistir los fuertes embates del diablo. Sin embargo sabemos que Pedro poco después, cuando Jesús fue apresado, le traicionó. Negó por tres veces conocerle y lo denigró, aunque luego, al darse cuenta de su traición, lloró amargamente (Marcos 14,66-72).
Los otros dos apóstoles, Santiago y Juan, eran hermanos, hijos de Zebedeo, conocido pescador del mar de Galilea. Por el carácter tempestuoso de estos hermanos Jesús les puso el sobrenombre de “Hijos del Trueno”. Santiago, poco después de la muerte de Jesús y de de la formación de la primera Iglesia en Jerusalén, viajó en barco a España y allí fundó varias comunidades cristianas especialmente en Galicia y también en Zaragoza, donde a la Virgen María que se le apareció sobre un pilar, por lo que se la conoció como la Virgen del Pilar y mucho más recientemente como Patrona de España. Luego Santiago regresó a Jerusalén, siendo el primer apóstol condenado a muerte y ejecutado por orden del cruel Herodes Agripa (Hechos 12,1-2).
El tercer apóstol Juan era el más jovencito quien llegó a tener una amistad familiar con Jesús, pudiendo en la última cena reclinar su cabeza sobre el pecho de Jesús, quien convirtió el pan y el vino en su cuerpo y su sangre, como alimento y bebida para los apóstoles. Juntamente con la Virgen María y otras santas mujeres, Juan acompañó a Jesús al pie de la cruz. Por eso éste, poco antes de morir declaró a María y a Juan, como madre e hijo para que viviesen unidos tal como sucedió hasta la muerte de María (Juan 19,26-27).
Por todo ello la celebración de la Transfiguración tiene gran importancia para comprender mejor la identidad divina de Jesús como el Hijo de Dios. Él normalmente se designaba como el “Hijo del Hombre”, evitando así que sus enemigos le acusaran de presentarse como Dios, aunque finalmente fue condenado a muerte como blasfemo (Lucas 22,70). Juan en el prólogo de su evangelio define claramente la identidad divina de Jesús como el Hijo de Dios: “Y vimos su gloria, gloria como Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1, 14).
Recordando este milagro de la Transfiguración, ya en los rimeros siglos de la era cristiana, los católicos construyeron en el monte Tabor una bella capilla bizantina. Ya en la época de las Cruzadas en el siglo XII se edificó allí un templo. Mucho más recientemente en 1924 los franciscanos encargados de mantener la fe en la Tierra Santa, construyeron una hermosa iglesia. Allí acuden muchos peregrinos para adorar a Jesús como el Divino Salvador.
Es importante mencionar que el 6 de agosto de 1456 la Iglesia Católica instituyó la fiesta religiosa de la Transfiguración, asociada al título de Jesús como el Divino Salvador”, tal como fue proclamado por los católicos al vencer en una gran batalla a los otomanos, impidiendo que éstos tomaran la ciudad de Belgrado, actual capital de Serbia. En esa fecha los cristianos, comandados por un gran creyente, Juan Hunyadi, a pesar de su inferioridad numérica, defendieron esa ciudad contra el poderoso ejército otomano musulmán, consiguiendo su liberación. Mientras tanto en Roma el Papa Calixto II oraba intensamente y en ese momento reconoció que el Divino Salvador había “salvado el mundo”, proclamando ese día como la fiesta de la Transfiguración.
Todas las personas cristianas debemos reconocer a Jesús como nuestro Salvador, comprometiéndonos en la evangelización de las familias, para que los esposos promuevan la fidelidad conyugal y la educación religiosa y moral de los hijos. También los bolivianos cristianos debemos sentirnos elegidos por Dios para promover la libertad, la justicia social, la fraternidad y la paz. Especialmente debemos cuidar a las personas enfermas, indefensas y necesitadas, tanto en el orden material como en el espiritual, formando así la familia de los
hijos de Dios.
Miguel Manzanera, S.J.