Opinión
27 de marzo de 2018 19:31Virgen María, "Madre de la Iglesia"
Por decisión del Papa Francisco, el Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino, el 11 de febrero de 2018, ha emitido un decreto por el que se inscribe en el Calendario Romano General la conmemoración de la “Bienaventurada Virgen María Madre de la Iglesia”, a celebrarse el lunes siguiente a la fiesta de Pentecostés.
De esta manera el Papa quiere celebrar a María para mejor comprender su presencia “en el misterio de Cristo y de la Iglesia”, como se explica en el capítulo VIII de la Constitución “Lumen gentium” del Concilio Vaticano II. De hecho, el beato Pablo VI, al promulgar este documento el 21 de noviembre de 1964, concedió a María el título de “Madre de la Iglesia”.
Acompañando al decreto el Cardenal Sarah ha escrito una reflexión que a continuación resumimos. El pueblo cristiano durante los casi dos mil años de historia ha acogido de diversas maneras el vínculo filial que une estrechamente a los discípulos de Cristo con la Virgen María, Santísima Madre de Jesús. Según el Evangelio de Juan, poco antes de morir en la cruz (cf. Jn 19,26-27) Jesús entregó María como Madre a Juan, el discípulo amado, representando a todos los miembros de la Iglesia. Luego, “sabiendo que ya estaba todo cumplido”, “entregó su Espíritu” para la vida de la Iglesia, su cuerpo místico. Tal como indica el Concilio Vaticano II (Sacrosanctum Concilium 5): “Del costado de Cristo, dormido en la cruz, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera”.
El agua y la sangre que brotaron del corazón de Cristo en la cruz son signo de la totalidad de su ofrenda redentora y siguen dando vida a la Iglesia mediante los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía. La Virgen María realiza su misión maternal en esta admirable comunión entre el Redentor y los redimidos.
Fue San Juan Pablo II quien añadió en las Letanías lauretanas del Santo Rosario la advocación de “Madre de la Iglesia”. El actual Papa Francisco reconoce también la importancia del misterio de la maternidad espiritual de María, que ya desde la espera del Espíritu en Pentecostés no ha dejado jamás de cuidar maternalmente de la Iglesia, peregrina en el tiempo.
Por todo ello el Papa ha establecido que se celebre a María como “Madre de la Iglesia” al día siguiente a Pentecostés. En efecto hay un nexo claro entre la vitalidad de la Iglesia que nace en Pentecostés y la solicitud maternal de María hacia ella. En los textos de la Misa correspondiente, se lee también el texto de Gn 3, 9-15.20, donde Dios anuncia la venida de la nueva Eva, como Madre de todos los vivientes. Esta promesa, refrendada por Jesús en la cruz, se cumplió el día de Pentecostés. Jesús Redentor, el nuevo Adán, clavado en la cruz, hizo entrega de María, la nueva Eva, como Madre a Juan, el discípulo amado, y en él a todos los discípulos que constituyeron la primera Iglesia (Hch 1,12-14)
El cardenal Sarah termina su locución recordando a los discípulos de Cristo que, “si queremos crecer y llenarnos del amor de Dios, es necesario fundamentar nuestra vida en tres realidades: la Cruz, la Hostia y la Virgen. Estos son los tres misterios que Dios ha dado al mundo para ordenar, fecundar, santificar nuestra vida interior y para conducirnos hacia Jesucristo. Son tres misterios para contemplar en silencio”.
De esta manera el Papa quiere celebrar a María para mejor comprender su presencia “en el misterio de Cristo y de la Iglesia”, como se explica en el capítulo VIII de la Constitución “Lumen gentium” del Concilio Vaticano II. De hecho, el beato Pablo VI, al promulgar este documento el 21 de noviembre de 1964, concedió a María el título de “Madre de la Iglesia”.
Acompañando al decreto el Cardenal Sarah ha escrito una reflexión que a continuación resumimos. El pueblo cristiano durante los casi dos mil años de historia ha acogido de diversas maneras el vínculo filial que une estrechamente a los discípulos de Cristo con la Virgen María, Santísima Madre de Jesús. Según el Evangelio de Juan, poco antes de morir en la cruz (cf. Jn 19,26-27) Jesús entregó María como Madre a Juan, el discípulo amado, representando a todos los miembros de la Iglesia. Luego, “sabiendo que ya estaba todo cumplido”, “entregó su Espíritu” para la vida de la Iglesia, su cuerpo místico. Tal como indica el Concilio Vaticano II (Sacrosanctum Concilium 5): “Del costado de Cristo, dormido en la cruz, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera”.
El agua y la sangre que brotaron del corazón de Cristo en la cruz son signo de la totalidad de su ofrenda redentora y siguen dando vida a la Iglesia mediante los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía. La Virgen María realiza su misión maternal en esta admirable comunión entre el Redentor y los redimidos.
Fue San Juan Pablo II quien añadió en las Letanías lauretanas del Santo Rosario la advocación de “Madre de la Iglesia”. El actual Papa Francisco reconoce también la importancia del misterio de la maternidad espiritual de María, que ya desde la espera del Espíritu en Pentecostés no ha dejado jamás de cuidar maternalmente de la Iglesia, peregrina en el tiempo.
Por todo ello el Papa ha establecido que se celebre a María como “Madre de la Iglesia” al día siguiente a Pentecostés. En efecto hay un nexo claro entre la vitalidad de la Iglesia que nace en Pentecostés y la solicitud maternal de María hacia ella. En los textos de la Misa correspondiente, se lee también el texto de Gn 3, 9-15.20, donde Dios anuncia la venida de la nueva Eva, como Madre de todos los vivientes. Esta promesa, refrendada por Jesús en la cruz, se cumplió el día de Pentecostés. Jesús Redentor, el nuevo Adán, clavado en la cruz, hizo entrega de María, la nueva Eva, como Madre a Juan, el discípulo amado, y en él a todos los discípulos que constituyeron la primera Iglesia (Hch 1,12-14)
El cardenal Sarah termina su locución recordando a los discípulos de Cristo que, “si queremos crecer y llenarnos del amor de Dios, es necesario fundamentar nuestra vida en tres realidades: la Cruz, la Hostia y la Virgen. Estos son los tres misterios que Dios ha dado al mundo para ordenar, fecundar, santificar nuestra vida interior y para conducirnos hacia Jesucristo. Son tres misterios para contemplar en silencio”.
Miguel Manzanera, S.J.
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