Opinión
7 de mayo de 2018 09:27Papa Francisco llama a vivir la santidad con alegría
El papa Francisco ha vuelto a sorprendernos con la publicación de una nueva Exhortación Apostólica, firmada este año 2018, el 19 de marzo, fiesta de san José, titulada “El llamado a la santidad en el mundo actual” y conocida por sus palabras iniciales en latín “Gaudete et exultate”, es decir “Alegraos y regocijaos”.
Ya este título muestra una característica, muy propia de este Papa, que aparece en casi todos sus escritos, dirigidos a las personas católicas pero sin excluir a las pertenecientes a otras comunidades cristianas. Se trata de la actitud personal y comunitaria alegre por haber sido vivificados por el Espíritu de Jesús para vivir como fieles seguidores suyos.
Francisco subraya que la santidad es una actitud y una misión que la Iglesia nos obsequia en el bautismo. Un cristiano no debe resignarse a ser una persona apocada, tristona, agriada, melancólica. “No se trata de comer, beber y satisfacer necesidades corporales, sino de vivir plenamente la caridad en el Espíritu Santo” (Rm 14,17), porque “al amor de caridad le sigue necesariamente el gozo, pues todo amante se goza en la unión con el amado […] De ahí que la consecuencia de la caridad sea el gozo” (Sto. Tomás de Aquino).
En la vida todos atravesamos momentos duros, tiempos de cruz, pero nada puede destruir la alegría sobrenatural, que “se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que, más allá de todo, nace de la certeza personal de ser infinitamente amado” (Francisco, Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, 6). No da una seguridad interior, una serenidad esperanzada que da una satisfacción espiritual, incomprensible para los parámetros mundanos.
El Papa censura a quienes se alegran en las injusticias que soportan otras personas. Es alegría negativa, venenosa, afincada en el secreto del corazón. Se da también en quienes siempre se comparan o compiten con otras personas, incluso con el propio cónyuge, hasta el punto de alegrarse secretamente por sus fracasos. Por el contrario la verdadera alegría se complace sólo en la verdad. Debemos alegrarnos con el bien de otros, reconociendo su dignidad y valorando sus capacidades y sus buenas obras. Ser santos lleva a vivir la alegría profunda del buen humor como hicieron San Francisco de Asís y San Tomas Moro entre otros.
El Papa rechaza también la falsa alegría, consumista e individualista, presente en algunas experiencias culturales de hoy. El consumismo solo empacha el corazón; puede brindar placeres ocasionales y pasajeros, pero no gozo profundo que se vive en comunión, que se comparte y se reparte, porque “hay más dicha en dar que en recibir” (Hch 20,35) y “Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9,7). El amor fraterno multiplica nuestra capacidad de gozo, ya que nos vuelve capaces de alegrarnos con el bien de los otros.
Como san Pablo señala hay que estar siempre alegres (Flp 4,4). El discípulo alegre ilumina a los demás con un espíritu positivo y esperanzado. “Hemos recibido su Palabra y la abrazamos con la alegría del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones” (1Ts 1,6). En el fondo, como decía León Bloy, en la vida “existe una sola tristeza, la de no ser santos”»
Los profetas anunciaban el tiempo de Jesús, que nosotros estamos viviendo, como una revelación de la alegría: “Gritad jubilosos” (Is 12,6). “Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén” (Is 40,9). “Romped a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados” (Is 49,13). “¡Salta de gozo, Sión; alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador” (Za 9,9). María cantaba al descubrir la novedad que Jesús traía: “Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador” (Lc 1,47). El mismo Jesús “se llenó de alegría en el Espíritu Santo” (Lc 10,21). Cuando él pasaba “toda la gente se alegraba” (Lc 13,17).
Pero hay que aceptar que en la vida también pueden llegar momentos dolorosos. El mismo Jesús en la cruz experimentó una cruel agonía y llegó a gritar “¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46; Sal 21), pero en un último esfuerzo, sobreponiéndose, exclamó: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” e inclinando la cabeza expiró, entregó su espíritu (Jn 19, 30). Cuando resucitó, vino a consolar a sus discípulos que sintieron gran alegría: “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud” (Jn 15,11).
Ya este título muestra una característica, muy propia de este Papa, que aparece en casi todos sus escritos, dirigidos a las personas católicas pero sin excluir a las pertenecientes a otras comunidades cristianas. Se trata de la actitud personal y comunitaria alegre por haber sido vivificados por el Espíritu de Jesús para vivir como fieles seguidores suyos.
Francisco subraya que la santidad es una actitud y una misión que la Iglesia nos obsequia en el bautismo. Un cristiano no debe resignarse a ser una persona apocada, tristona, agriada, melancólica. “No se trata de comer, beber y satisfacer necesidades corporales, sino de vivir plenamente la caridad en el Espíritu Santo” (Rm 14,17), porque “al amor de caridad le sigue necesariamente el gozo, pues todo amante se goza en la unión con el amado […] De ahí que la consecuencia de la caridad sea el gozo” (Sto. Tomás de Aquino).
En la vida todos atravesamos momentos duros, tiempos de cruz, pero nada puede destruir la alegría sobrenatural, que “se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que, más allá de todo, nace de la certeza personal de ser infinitamente amado” (Francisco, Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, 6). No da una seguridad interior, una serenidad esperanzada que da una satisfacción espiritual, incomprensible para los parámetros mundanos.
El Papa censura a quienes se alegran en las injusticias que soportan otras personas. Es alegría negativa, venenosa, afincada en el secreto del corazón. Se da también en quienes siempre se comparan o compiten con otras personas, incluso con el propio cónyuge, hasta el punto de alegrarse secretamente por sus fracasos. Por el contrario la verdadera alegría se complace sólo en la verdad. Debemos alegrarnos con el bien de otros, reconociendo su dignidad y valorando sus capacidades y sus buenas obras. Ser santos lleva a vivir la alegría profunda del buen humor como hicieron San Francisco de Asís y San Tomas Moro entre otros.
El Papa rechaza también la falsa alegría, consumista e individualista, presente en algunas experiencias culturales de hoy. El consumismo solo empacha el corazón; puede brindar placeres ocasionales y pasajeros, pero no gozo profundo que se vive en comunión, que se comparte y se reparte, porque “hay más dicha en dar que en recibir” (Hch 20,35) y “Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9,7). El amor fraterno multiplica nuestra capacidad de gozo, ya que nos vuelve capaces de alegrarnos con el bien de los otros.
Como san Pablo señala hay que estar siempre alegres (Flp 4,4). El discípulo alegre ilumina a los demás con un espíritu positivo y esperanzado. “Hemos recibido su Palabra y la abrazamos con la alegría del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones” (1Ts 1,6). En el fondo, como decía León Bloy, en la vida “existe una sola tristeza, la de no ser santos”»
Los profetas anunciaban el tiempo de Jesús, que nosotros estamos viviendo, como una revelación de la alegría: “Gritad jubilosos” (Is 12,6). “Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén” (Is 40,9). “Romped a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados” (Is 49,13). “¡Salta de gozo, Sión; alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador” (Za 9,9). María cantaba al descubrir la novedad que Jesús traía: “Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador” (Lc 1,47). El mismo Jesús “se llenó de alegría en el Espíritu Santo” (Lc 10,21). Cuando él pasaba “toda la gente se alegraba” (Lc 13,17).
Pero hay que aceptar que en la vida también pueden llegar momentos dolorosos. El mismo Jesús en la cruz experimentó una cruel agonía y llegó a gritar “¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46; Sal 21), pero en un último esfuerzo, sobreponiéndose, exclamó: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” e inclinando la cabeza expiró, entregó su espíritu (Jn 19, 30). Cuando resucitó, vino a consolar a sus discípulos que sintieron gran alegría: “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud” (Jn 15,11).
Miguel Manzanera, S.J.
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